Foto: Manuel Morales Requena
En “Los patios interiores de la democracia”, páginas decisivas del debate transicional chileno, se señala que la posibilidad de la experiencia democrática supone la elaboración colectiva del tiempo (1985). Es decir, el advenimiento de la democracia ocurriría en la extraordinaria situación en que la fisonomía del pasado y la proyección del futuro surgen de las condiciones de producción del cuerpo popular y no en la representación política del Estado. En otras palabras, Norbert Lechner parece conectar con la perspectiva negriana del poder constituyente, que desbarata la raíz autoritaria de la soberanía. Sin embargo, al enmarcarse en una concepción que comprende el momento más decisivo de la república, el golpe de 1973, como fenómeno excepcional y acotado, la perspectiva del alemán queda desactivada, haciendo sistema con la inmunización del Estado y el “cuerpo social” que ejecuta la elite, frente a todo potencial transformador, relegando así los avances democráticos, a un pasado ambiguo e imposible de ser referido (Villalobos-Ruminot, 2013). Esta especie de “impotencia colectiva”, se deriva de la incapacidad para comprender la dinámica sacrificial que el golpe replica y que es la configuradora de toda la historia política chilena (2013). Se es incapaz, en consecuencia, de reconocer que la experiencia democrática, quizás por única vez, se abrió en el acontecimiento que disloca la historia e interrumpe su relato y orden maestro: la Unidad Popular. En esos años convulsos, el trabajo colectivo del tiempo restituye el pasado como “historia digna” y traza un futuro común posible (Lechner, 2006). Sin embargo, no solo este inédito proceso quedó trunco por la violencia, sino que su clausura fue refrendada por la desactivación de todo operativo crítico, al definir la brutalidad golpista como excepcional, gatillando una desapropiación total y situando el pasado como objeto imposible de disputar (Villalobos-Ruminot, 2013).
Bajo estas luces, actualizar la historia requerirá un pensamiento que aborde críticamente los reajustes de la acumulación que modula la historia nacional y que registra episodios de una violencia fundacional contra los avances populares, que centenariamente pujan por la democracia (2013). En este sentido, lo que esquiva el “sociologismo transicional”, es que contrarrestar la impostura de la república, no requiere solo reparación, sino que desocultar la temporalidad autoritaria, que transcurre reactualizando la “filosofía histórica del capital” y que hoy hilvana el neoliberalismo compulsivo, con la violencia que desciende desde los más profundos cimientos portalianos (2013). Desde temprano fueron obturadas las facultades colectivas de estructuración del tiempo, viéndose restringida la potencialidad política que ahí subyace, como efecto de una subsunción de la igualdad social, por una gestión gubernamental que graníticamente fija la proporción de las partes, consolidando una organización carente de autonomía y mínimo desarrollo de la sociedad civil. En esto, el Estado, independientemente de las lógicas privatizadoras, será determinante en función de la consolidación de es hegemonía (Larraín, 2001)
Concentrada en la elite, la condición de posibilidad de lo común ha quedado trunca, pues la sincronización de los deseos colectivos, emanados de tradiciones e identidades que “sientan las bases de la nación”, han sido subsumidos. Es lo que señala Alfredo Jocelyn Holt, en cuanto al orden tradicional, que impide una y otra vez los avances de la sociedad civil (1998). Sintomático resulta que la tesis de un historiador liberal, tácitamente coincida con las de Gabriel Salazar, que por “izquierda” sostiene que la historia nacional muestra, que cada movimiento ciudadano que ha planteado una reorganización del Estado, ha quedado trabado por el “katechon” que la elite despliega, a través de su control y hegemonía del aparato del Estado. Esta genealogía política, termina por desvelar una cesura “espacial”. Perpetuando un binarismo sistémico, resultante del paradigma político del XIX (civilización o barbarie), el presente proyecta un adentro/afuera a través del par orden/caos (por ejemplo: justicia/delincuencia), dispositivo bipolar operado por la gestión de una máquina abstracta de poder que tiene su objetivo en la inmunización del cuerpo social frente a toda afectación disruptiva y desestabilizadora. Este poder como ente abstracto, sitúa en la base de la gobernanza una esfera exenta de todo litigio, conceptuando toda diferenciación social más allá del mercado, como portadora de una deficiencia o principio de decadencia. En este sentido, se puede sostener que la transformación de una sociedad tradicional en una plenamente moderna es un proyecto histórico hasta ahora no concluido (Jocelyn-Holt, 1998).
2- La política cobra existencia, siguiendo a Ranciere, cuando el orden es minado por la irrupción de energías colectivas que pretenden reivindicar la cifra de igualdad que toda sociedad supone. Cuando esto ocurre efectivamente, el régimen de policía es desbaratado o momentáneamente destituido, poniendo en movimiento el pedregoso litigio que define al fenómeno político (Galende, 2012). Estas fuerzas disruptivas son las que al igual que las conservadoras, temporalmente, con distintas intensidades, se han desatado en la historia chilena, logrando interrumpir y asediar los marcos de la institucionalidad, transformándose en un verdadero bestiario portador de los deseos e imaginarios populares (Cabezas y Valderrama, 2014). Estas fuerzas siempre están al acecho, ratificando la idea foucaulteana de que donde hay poder, hay puntos de fuga que desbaratarán la pretensión de totalidad del poder. El “hilo” gubernamental de la sociedad de mercado, gestionada a través de lo que Lazzarato define como control a espacio abierto, actualiza la “urbanización” total de los hábitos del ciudadano, maniobrando la soterrada filosofía de la historia que ha guiado la historia nacional, con el renovado objetivo de reducir la potencia de los nuevos movimientos sociales, a la condición de “proliferación anómica”, desactivando su potencial destituyente, exponiéndolos como contaminación política del derecho y no como suspensión del orden establecido (Villalobos-Ruminot, 2013).
Bajo estas luces, el golpe de 1973 asaltó “el acontecimiento” de la historia del progreso de los sectores populares. Desató toda su violencia, persiguiendo no solo el fin del proyecto de la UP, sino también el agotamiento de la latencia colectiva, acabando con todo vestigio del paradigma republicano y su intento de reconstituirse como eje de la historia nacional. Cumplido el objetivo, la impronta conservadora se orienta a la masividad de los procesos de la vida, reconduciendo el orden y la acumulación, hacia la administración de la población en su potencialidad como recurso de producción (Karmy, 2013).
Esta revolución conservadora, literalmente sepulta las avanzadas democráticas, que precariamente agitaron sus proyectos históricos, bajo la sistemática imposición de la impronta autoritaria del poder. Un golpe soberano a la soberanía opera la dictadura, hoy refrendado en una constitución que desmanteló plenamente el “nomos territorial” (Villalobos-Ruminot (2013).
3- En los sucesos de la revuelta de octubre de 2019, asistimos a una nueva irrupción de las fuerzas divergentes de la historia. Acumuladas en las últimas décadas, su azote descalzo al modelo, luego de casi 50 años de su exponencial profundización, gestando un momento destituyente donde la ciudadanía arranca del “sueño” que la elite moduló, que devenido pesadilla, la empujó súbitamente a abandonar la inercia del modo de vida neoliberal de frenético consumo. La subsunción constitutiva de la política en el imaginario del orden, lo que Ranciere denomina “policía”, se vio interrumpida por una potencia social que apuntó, a partir de un desborde de emocionalidad e imaginación colectiva, a reorganizar el tiempo social, intentando clausurar la temporalidad y orden de la dictadura, desde una socialización de las decisiones, que pudiera reconstruir un proyecto socio-político, que devolviera la autonomía colectiva y desbancara la hegemonía neoliberal. Para el pacto conservador que ha administrado la historia chilena, la revuelta fue una intempestiva y drástica interrupción, que apertura un interregno, un “mal” radical, que en función de la salud nacional, es urgente de conjurar. Dentro del entusiasmo colectivo, sin embargo, no se logró visualizar la actualidad de la revolución neoliberal, cuya profundidad hace plausible la hipótesis de que en octubre del 2019, ocurrió una especie de “rebelión neoliberal”, expresión generalizada de una frustración de una subjetividad que más que desmantelamiento, pidió mejorías en relación a las “fallas del modelo”.
El revés posterior del proceso constituyente, la penetración (más allá del golpe comunicacional) del discurso de la “propiedad amenazada”, del peligro para las identidades e instituciones tradicionales (paradojalmente sindicadas como culpables de la crisis y reproductoras del “orden sin pueblo” que la tradición política ha perpetuado), cuestiona el alcance del “juicio” al neoliberalismo y permite suponer que la revuelta y la inestabilidad posicional de las capas populares no cuestionan al modelo, sino a la “insensibilidad social” de la elite económica y política en su administración. Cuando la revuelta irrumpe, el presente se “presentificó”, es decir, se desvela la condición ontológica del presente, a partir de la pregunta y tensión crítica sobre su genealogía, anunciando la emergencia de las nuevas categorías y el agotamiento de las vigentes. El presente como “acontecimiento”, es esta interrupción del continuum histórico, que saturado de futuro, se sostiene en el vacío y el decisionismo de la elite. La revuelta “desobró” ese “futuro” con que la tradición política, ha contenido el asedio al pacto conservador. Sin embargo, aunque toda revuelta es un impulso efímero, el posicionamiento de la demanda por igualdad que escenificó, ha terminado siendo extraordinariamente débil y contenida rápidamente por la “perpetua” cesura del orden, esa máquina abstracta de poder, cuyo diseño institucional impersonal y binario, inmuniza el cuerpo social ante todo empuje ajeno a la elite política, económica y militar.
Pensar el porvenir de Chile, en definitiva, resulta una cuestión cuyo nudo gordiano es el pasado, en tanto el futuro opera como dispositivo del “peso de la noche”, dilatando la realización democrática en un ilusorio “por-venir”. El presente como reiteración, proyecta al infinito las estructuras del orden conservador, fijando al sujeto en una dependencia material y existencial permanente que le imposibilita torcer su propia historia. Mientras no se destituya la presencia del espectro portaliano, restaurando el pasado como historia de la dignidad humana, los calendarios chilenos no medirán el tiempo colectivo, sino serán mausoleos de una conciencia histórica destrozada.
Referencias:
-Cabeza, Oscar. Valderrama (2014), Miguel. Consignas. La Cebra. Buenos Aires.
-Larraín, Jorge. Identidad Chilena. Libros Arces- Lom. Santiago.
-Jocelyn-Holt, Alfredo (1998). El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica. Estudios públicos. Santiago.
-Karmy Bolton, Rodrigo (2013). Políticas de la excarnación. Para una genealogía de la biopolítica. UNIPE: Editorial Universitaria. Sao Paulo.
-Lechner, Norbert (2006). Obras escogidas. Santiago. Lom Editores. Santiago de Chile.
- Galende, Federico (2013). Ranciere. Una introducción. Quadrata. Buenos Aires
-Villalobos-Ruminot, Sergio (2013). Soberanías en suspenso. Imaginación y violencia en América Latina. La Cebra. Buenos Aires.
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