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Oscar Vivallo Urra

La libertad platónica de la virtualidad



On. A veces siento una profunda desconfianza con aquello denominado “ímpetu”. Consiste en una actitud comunicacional que se puede encontrar en los discursos o en los posteos implacables que transitan en las redes sociales y en los chats individuales o grupales habilitados en los sistemas de mensajería. También en las opiniones políticas, éticas o filosóficas hilvanadas en ocasiones con buenas intenciones y, la mayoría de las veces, con escupitajos o insultos de un máximo de ciento cuarenta caracteres a quienes desafían, desde la vereda de enfrente o desde otra posición, las propias premisas o visiones acerca de algo de cuestionable importancia. No soy quién para determinar qué debiese ser relevante para cada persona o qué es lo importante en la vida, pero la vehemencia siempre ha desarrollado una peligrosa complicidad con la “todología”, con eso de pretender mostrar que se sabe de todo y, con frecuencia, superiormente acerca de todo.

Hablar de la libertad también puede resultar una actividad incómoda. Casi siempre lo que se observa es un arraigado y persistente esfuerzo por ubicarla en el plano de la esfera individual. En segundo lugar y esporádicamente, cuando se toca el tema, la libertad es referida a la posibilidad de que la libertad personal está íntimamente conectada con los otros y a su posibilidad concreta de desarrollar en comunidad sus capacidades y anhelos. Es decir, la libertad es una maniobra retórica sin el principio de colaboración, el cual provee de vitalidad y le da forma a aquello que denominamos “libertad”. En tal sentido, la incomodidad que puede provocar la reflexión acerca de la libertad, es que no sólo implica poner en paréntesis nuestra férrea costumbre de ponernos siempre por delante de los otros, sino que también renunciar –aunque sea brevemente- a los platónicos hábitos de la autoexaltación.

Los seres humanos somos formidables y versátiles cuando se trata de dar rienda suelta a nuestro narcisismo. Nos mostramos vehementemente sufrientes, felices u ofendidos; publicamos con un solo click nuestra gratitud ante la vida o nuestra desilusión emocional, ante centenares o miles de eventuales “seguidores”, “amigos” o “contactos”. Una sobreexposición nunca antes vista y la creencia de que controlamos la imagen que proyectamos en los demás, se erigen como la expresión de esa cruel contradicción entre la ilusión platónica de la representación -en código binario- de nosotros mismos y la realidad que se asienta fuera de la caverna virtual. Lo que olvidamos, mientras sucumbimos al influjo de neurohormonas que se activa pantallazo tras panatallazo, es que una foto de perfil, un muro de Facebook o Instagram, nunca revelarán la infinitud y la multidimensionalidad de la persona humana ahí representada.

Las redes sociales se han transformado en el reino de la hipérbole, de la autoexaltación, del fundamentalismo opinológico y de las fábricas de humo. Pero, todo aquello con ímpetu, con la fuerza emotiva que se vierte “libremente” con apasionados caracteres, fotografías manipuladas y decorativos videos, en las plazas públicas de grandes urbes virtuales. Quizás el término “ímpetu” sea una mera voltereta lingüística. Y la exigencia de inmediatez o de instantaneidad recurrente en la virtualidad comunicacional, deja poco tiempo para las pasiones prolongadas. La libertad, concepto tan manoseado, con tantos apellidos y comprimido entre el panóptico del Big Data y la ilusión de la autoexaltación, es administrada por un algoritmo que va modelando o condicionando nuestros intereses, necesidades y la experiencia de ser y estar en el mundo.

Sin embargo, no se trata de apagar para siempre los dispositivos celulares, tablets y computadores, con el fin de recuperar los restos de nosotros mismos que hemos reciclado entre los ceros y unos de la Matrix. Las redes sociales se han constituido como un dispositivo global de comunicación y de flujo de información entre seres y grupos humanos. Si ya venían ocupando progresivamente un espacio en nuestra cotidianeidad a comienzos del milenio, en el contexto de crisis sanitaria mundial su incorporación a la vida de las personas experimentó una intensa aceleración. Muchas actividades productivas, de servicios e, inclusive, las relaciones afectivas y familiares han podido continuar –en tiempos de pandemia- gracias a las plataformas de encuentro virtual y a la mensajería instantánea. Pero, ello implica discernir entre lo que es iluso, falseado o erróneo, de la realidad que se esconde bajo el esplendor de las apariencias de los filtros digitales, de las noticias falsas y de la maquillada exposición personal.

La libertad cobra sentido cuando trasciende la versión individual del concepto, reivindicando la urgencia de transformarse en un bien compartido en comunidad. Sin comunidad, sin ese “nosotros”, la libertad se diluye en la versión digital de las sombras platónicas, reflejadas en las catódicas paredes de la caverna existencial de cada ser humano. La alegoría del sucesor de Sócrates pareciera recobrar hoy su vigencia, reactualizando el sendero del autoconocimiento y, por tanto, las preguntas esenciales que realiza cada persona o grupo social. Porque una vez apagado el computador y silenciados los teléfonos, el ser humano emerge en su expresión más brutal. Se trata de una subjetividad que se percata del vacío que emerge cuando el Yo no se reduce a la construcción de un perfil personal en una plataforma virtual, sino que a la deliciosa sensación de insignificancia en el espacio-tiempo.

Esto último no debiese abrumarnos. El valor infinito de cada ser humano se ancla en reconocer que es una brizna de polvo en el vasto universo y un milisegundo en la inmensidad que se pierde en los páramos de millones de años de su historia. El pánico frente a ello proviene del hábito a sucumbir al seductor acto de sobreestimación de uno mismo. Aristóteles señalaba que aquel que ha superado sus miedos será verdaderamente libre. Y para ello, tal como nos enrostraba José Martí, el primer deber es pensar por sí mismo.

Sé que cuesta hacer la diferencia, pero es posible. Un “me gusta” difícilmente abarcará la riqueza del afecto del contacto genuino; el ícono de un corazón tampoco comunicará a cabalidad la profundidad dérmica del amor hacia otro ser humano; un “click” que vincula a una plataforma de millones de seres humanos conectados, jamás expresará la potencia espiritual de un acto volitivo implicado en la construcción de una comunidad.

Quizás éste sea ahora nuestro desafío, nuestro peregrinaje que implica estar impetuosamente vivo y libre: Reconocer, entre la bruma digital, al ser humano que existe y respira, así como a la verdad que circula entre una persona y otra. Off.

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