Foto (fragmento): Oscar Concha
Por Sonia Montecino Aguirre
Un enjambre de temblores define el Chile post terremoto social del 2019, post Revuelta o post Estallido. Apaciguados, en apariencia, los espíritus por su “aquietamiento” con el horizonte democrático de un texto que promete romper con los símbolos perversos que representa la Constitución del 80; pero no saldadas las consecuencias mentales y sociales de la epidemia de Covid y su desnudamiento de los sentidos de la existencia personal y colectiva, el piso se sigue moviendo. NN ha recorrido estos años temblorosos y ha sido una suerte de testigo, testimonio e inscripción epocal de la agitación chilena que no cesa. Muchos, demasiados acontecimientos se pliegan y despliegan; pero dentro de ellos es posible distinguir constantes que se mantienen incólumes pese a los avances discursivos. Me refiero a la posición refractaria, consciente e inconsciente de lo que se confunde, se asoma y se esconde, en lo que se ha denominado política de las identidades. Hay tres movimientos que tienen un despertar y un re-surgimiento ya a fines de los 70, cuando la dictadura obligó a repensar las identidades y re emergieron las figuras de las luchas feministas y de las mujeres, las luchas mapuche y las de los jóvenes. Cuarenta años después, esos movimientos, con distintas tesituras, pero apuntando a sus derechos aparecen, y en muchos casos, olvidadas sus historias se reinventan, mantienen los mismos problemas en estructuras que no se han modificado completamente o perviven gracias a las paradojas.
Obliteración de la historia y la memoria es una constante hasta en los más progres de los progres que dualizan, osifican y binarizan la interpretación y la lucha por la representación. Entre esas continuidades observo la imposibilidad de pensar(nos) con y en lo indígena, de entender “lo mestizo” como conflicto y no como resultado de una homogenización en la mezcla de símbolos y sangres. Quizás por lo mismo ese imperturbable rechazo a los pueblos “originarios” no pueda superarse. Algo similar sucede con las interpretaciones y discursos sobre género, mujer, feminismo, trans, donde la propia lucha, ahora contra el binarismo, tacha las diferencias, no quiere ni nombrar mujer, hombre, como si esas categorías desparecieran por el solo hecho de subir al escenario y lograr “prensa” aquello que las niega. Paradojas de movimientos que por no escarbar más allá de la superficie producen lo contrario de lo quieren romper.
La metáfora que el discurso político dominante utiliza para hablar de ese horizonte, que nos ha protegido de los enjambres sísmicos, es el de construir la “casa de todos”. Hubiera preferido la figura utópica de la mesa de todos(as); en la casa cada uno(a) puede encerrarse en su pieza (los(as) que tienen más de una, obvio) y compartir ciertos espacios, la casa es un mundo cerrado, allí las desigualdades pueden continuar su curso bajo distintas modalidades (quien usa y cuánto tiempo el baño, por ejemplo, quien hace el aseo, etc). La mesa puede estar al interior o al exterior, en ella se deben sentar todos(as) a comer o a dialogar en igualdad de condiciones con sus diferencias. Construir comensalismo significa que los(as) que comen juntos(as) son hermanos(as). Una mesa común es más “subversiva” que una casa de todos(as) porque supone que la distribución de las comidas es igualitaria y que lo que comemos tiene un origen que conocemos y que compartimos. Dentro de una casa puede haber una mesa del pellejo, turnos y distribuciones desiguales en la “cocina” de los platos. En la mesa común tenemos que caber todos y hacernos cargos en colectivo de quien cocina y qué productos y memorias usamos para las preparaciones. Por último, las mesas sirvieron a nuestros(as) antepasados(as) muchas veces para protegerse de los terremotos cuando se caía el cielo de las casas, e intuyo que en el enjambre telúrico en el que estamos las mesas de todos(as) son más necesarias que las casas de todos(as), esas se caen y las mesas permanecen, sobre toda las sin mantel.
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