
Para referirme al libro testimonial “De memoria: entre arpilleras y carbón piedra” de la escritora Arinda Ojeda Aravena, publicado recientemente por la Editorial Victorina Press, me remontaré al primer libro de poesía de la autora que lleva por título “Mi rebeldía es vivir”. En primer lugar, porque aquel libro surgió en el contexto de la dictadura cívico militar, específicamente durante la prisión política que mantuvo a la autora por más de 8 años privada de libertad y en segundo, porque aquel libro le abrió simbólicamente las puertas hacia la libertad, tal como lo describe en esta última entrega. Mientras “Mi rebeldía es vivir” recoge la emoción urgente, la denuncia apremiante, logrando una cadencia que nos traslada a los espacios opresivos; el testimonio que ahora nos entrega, ubica a la autora a una distancia de 30 años de los hechos, quien elige preservar e instalar en la memoria colectiva aquello que se sabe “De memoria”. Toda narración del pasado, señala Elizabeth Jelín en su libro “Los trabajos de la memoria”, implica un ejercicio de selección. Al seleccionar qué huellas desea preservar, decide a su vez, lo que mantendrá en silencio.
Con una prosa muy cuidada y fluida, va invitándonos a ver los diferentes episodios que crean la atmósfera de este profundo relato. Desde el dolor de no ver a su hijo, de no poder abrazar a su madre, hasta la contención que debían darse entre las mujeres prisioneras políticas frente a hechos de total crueldad, como fue el asesinato selectivo de miembros de la resistencia chilena. No escabulle los interminables días de tortura, pero no regresa sobre ello, cierra ese capítulo, como un acto consciente que permite seguir la lectura, sabiendo que en los intersticios existe un dolor indescifrable, pero la vida ha de seguir.
A través de 10 capítulos y un epílogo, la autora nos testimoniará un aparte de su vida que se inicia en el mes de febrero de 1980, en el momento en que regresa clandestinamente a Chile, para unirse a la lucha contra la dictadura. Esta subversión a la pena de extrañamiento, esta decisión política de volver para combatir, será el inicio de los acontecimientos que ella protagoniza o de los cuales es testigo en primera persona. De los 14 meses que vivió en la clandestinidad, recuerda el frío que produce el habitar sola, los encuentros furtivos con su madre, la añoranza de su hijo y los comentarios sexistas de sus compañeros de luchas: “asumir el retorno, separarse del hijo, dividirse la vida… ¡Y no tener perfil propio!”, se lee en la página 14. Será en el mes de abril de 1981, cuando luego de ser secuestrada, sometida a un simulacro de fusilamiento, torturada en interminables días de ensañamiento, comenzará su vida de prisionera política en las cárceles para mujeres de la dictadura cívico militar. Dicho período durará hasta el 21 de agosto de 1989, día en el que, señala en la página 174, “Se abre la última puerta” para quien lleva bajo en el brazo su poemario “Mi rebeldía es vivir”.
Aparte de la lectura obvia que nos permite este testimonio, relativa a la resistencia en Chile y a los hechos represivos de lesa humanidad que marcaron este período, existe otra lectura que me parece urgente hacer visible: una lectura feminista. No es casual, por tanto, que este libro, cuyo esqueleto fue construido a través de los años, haya emergido justo en este tiempo de Chile, después de 30 años de la liberación de Arinda, de 30 años de una democracia en la medida de lo posible, pero también en un país donde el movimiento de las mujeres ha marcado la agenda de un modo ineludible.
Por otro lado, hablar de feminismo, nos ubica inmediatamente en la paradoja fundacional del feminismo en Chile, dado por el hecho que Gabriela Mistral recibió el Premio Nobel de Literatura en el año 1945, cuando aún faltaban varios lustros para que las mujeres pudiésemos tener derecho a voto. Hablar del feminismo de los ochenta, recoge también aquella paradoja, porque la urgencia de la lucha antidictatorial, continuó naturalizando el machismo e invisibilizando las agendas propias de las mujeres. Pero Arinda había vivido parte de su exilio en Italia y reconoce en este testimonio la influencia del movimiento de las mujeres italianas, recuerda las marchas en las que participó, “Tremate, tremate, le streghe son tornate” (pág. 14) .Esa experiencia, será sin duda crucial en la forma en que ella vivencia la vida para adelante. De este modo, la subversión de los mandatos culturales que observamos en ella al decidir retornar a Chile, es uno de los actos más transgresores en contra de la teoría de los roles sexuales, naturalizados por el estado, la iglesia y las instituciones. Desde allí entonces es posible resignificar su retorno clandestino a Chile como una acción de clase y también de género; porque no solo se trató de un imperativo histórico del que ella se hace cargo, sino de un acto de liberación de los estereotipos de género, un acto del que no hay vuelta atrás, porque la comprensión profunda de la inequidad se hizo carne y sangre en ella. De este modo, no será casual la forma en que ella va haciendo visibles a otras mujeres que conoció tanto en sus años de prisión, como en la época de exilio. Entre otros relatos muy conmovedores, resulta crucial la conversación que sostuvo con su compañera Pity, ubicándola como uno de los diálogos que selló sus destinos. Con Pity, comparten sus aprehensiones de madre, por tener que tomar la decisión del retorno, cuestionan la forma de ser madre normal y concluyen que ellas son “madres normales”, lo anormal es la dictadura que se sufre en Chile. Pity, “de esos rostros dulces inolvidables” terminaría siendo abatida en la casa de la calle Fuenteovejuna, una de las noticias más devastadora que Arinda tuvo que saber estando prisionera. En la página 79, relata “Recuerdo a Pity y miro el diario. Allí está su cuerpo semidesnudo tirado en la calle…está acribillada en una poza de sangre, pero yo solo veo sus ojos risueños”.
La memoria de estos años como mujer prisionera, confinada en un espacio de convivencia solo con mujeres, será también la memoria de los silencios, susurros y gritos de otras mujeres que fueron el cuerpo genérico en el cual la represión intentó detener el curso de la historia de nuestro país y también, como en un correlato silenciado, la historia de las mujeres. Instalado el cuerpo físico en un espacio obligado, devenido en cuerpo-objeto martirizado y encarcelado para quebrantarlo y disciplinarlo. Un cuerpo mujer hecho ejemplo para castigar cualquier atrevimiento, cualquier acto que subvierta no solo el orden dictatorial, sino los mandatos de una masculinidad hegemónica, cuyo ejemplo más espeluznante estaría dado en la figura del militar torturador.
Selección de textos:
De memoria: Entre arpilleras y carbón de piedra. Pags 78-79. Victorina Press 2020, UK.
Conversando ante la infaltable taza de té, el tema recurrente eran los hijos. La vuelta implicaba separarse de ellos y la sola idea ponía en jaque nuestro sentir más arraigado. ¿Y si se enferman? ¿Y si tienen un accidente? Ese ponernos en situaciones en ese momento inexistentes, pero que al mismo tiempo suceden en la vida de cualquiera, parecía ser una suerte de preparación. Claro que a una mamá normal le parece impensable no estar para cuidar al hijo enfermo. Pero ¿éramos madres “normales”? Ciertamente que sí lo éramos. ¡Lo que no era normal era la situación que nos tocaba vivir! ¿Qué hacer? ¿Olvidarnos del retorno, del compromiso, que era también por nuestros hijos?
—Si queremos una sociedad mejor para ellos tenemos que poner nuestra parte —decía Pity—, y eso pasa por tener que separarnos pues no podemos arriesgarlos con nosotras.
Habría que vivir con esa profunda imposición pues el corazón y el cerebro no lograrían ponerse de acuerdo en una solución que dejara a ambos satisfechos. Compartir esa contradicción fue un lazo de amor que nos unió sin conocer nuestras historias personales ni la actividad política concreta que cada una desarrollaría. Lo que era una situación hipotética se aterrizó en la realidad. Nos despedimos un día cualquiera y cada una tomó su propio camino.
Recuerdo a la Pity y miro el diario. Allí está su cuerpo semidesnudo tirado en la calle. La noticia dice que era una terrorista extremadamente peligrosa. Hay otros nombres: Arturo Villabella Araujo, miembro de la Comisión Política del MIR, de una calidad humana que impregnaba sus capacidades de dirigente, y Sergio Peña, abatidos en la casa de la calle Fuenteovejuna; Hugo Ratier, José, el Argentino, y Alejandro Salgado, en calle Janequeo. Lucía Vergara Valenzuela —su nombre bajo la foto que llena la página— está acribillada en una poza de sangre, pero yo solo veo sus ojos risueños y su corte de pelo a lo príncipe valiente.
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