“Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.”
Miguel Hernández
Por Rafael Contreras
Trabajo y niñez son conceptos que hoy tienden a separarse. Pero la intuición, como un cierto sentido común mínimamente informado, hace pensar que no siempre ni en todo lugar ha sido así. En el ámbito de la devoción popular, de la religión del pueblo, que es mi campo de investigación histórica y cultural, la niñez es la parte del ciclo vital donde se marca la vinculación con las prácticas culturales compartidas, en la socialización y comprensión de sus sentidos y significaciones, de las materialidades y las simbolizaciones que las acompañan. Pero a la hora de pensar en una aproximación histórica, esa niñez no es la de los derechos y sus defensas, como la entendemos hoy en los sentidos comunes sociales, sino más bien un espacio del cual se salía tempranamente (vistas las edades y los ciclos vitales con nuestros prismas), y que, para los sectores mayoritarios del país, estaba estrechamente vinculado al trabajo, en su mayoría vinculado al espacio del trabajo con la familia, pero también en precarios talleres, laboreos de tierras, betas y playas, así como a la venta y servicios en las ciudades, desde los canillitas que voceaban “la opinión pública” de diarios y periódicos, así como aquellos que con sus ropas o precarios artefactos limpiaban los zapatos de los “vecinos”.
Es interesante que, desde una o dos generaciones hacia atrás (nuestros padres, nuestros abuelos), el trabajo era, o fue, un espacio de socialización primaria, que configuraba a los sujetos, en su doble sentido de individuos y de “sujetados”, en este caso a una condición que hoy denominaríamos de disciplinamiento laboral vía el trabajo infantil, el cual hoy sí sigue presente, pero cargado de una valoración negativa, socialmente condenable, algo que, coloquialmente se señala como malo, no deseable para nadie, sobre todo para nuestras hijas e hijos, a quien el bien queremos que les acompañe. Pero más allá de ello, a la hora de aproximarnos a interpretar estas experiencias, deberíamos, obviedad mediante, no proyectar tan livianamente estos análisis a los diferentes contextos históricos y culturales, donde la misma noción de niñez, para que hablar de bueno/malo y deseable o no, pierden validez, pero sobre todo operatividad en la habilitación de explicaciones y comprensiones acerca del pasado y la diferencia cultural, en este caso sobre la niñez. ¿Se pueden leer los testimonios de la rudeza del trabajo infantil y juvenil desde la matriz actual, o debemos desplazar el núcleo de interpretación hacia otros espacios?,¿son lo bueno/malo o deseable (ese deber ser kantiano que persigue como un fantasma cognitivo), las claves interpretativas, o más nublan que alumbran? para leer el siguiente testimonio de don Luis Campusano, antiguo campesino de La Serena:
Yo trabajaba mucho, desde muy chico, para ayudar a la familia. Éramos muy pobres. Todos se sorprendían de que yo tan chico podía hacer trabajos de grande. Por ejemplo, yo yugaba, también amansaba, ponía novillos nuevos, sabía amansar, colocábamos terneros al lado de un animal, yugar, arar. Desde los diez años yo trabajaba. Mi papá era agricultor [...] Pero había que poner el pecho al frente, porque de hambre no podíamos morir.
¿Cómo leemos lo infantil cuando leemos estos testimonios? ¿Nos muestran acaso una manera diferente de ser niño en el Chile de mediados del siglo XX estas memorias del pirquinero don Marcelino Vega de Andacollo?
De niño yo empezaba a trabajar. Antes, en vez de mandarlo a la escuela los padres lo mandaban a las minas a uno. Si no tenía estudios uno... Me acuerdo todos los días de mi vida, teníamos que desaguar una mina. Una mina que tenía ochenta metros de agua. ¡Ochenta metros de agua! Pero era el estilo así. Yo tenía diecisiete años… Había una escalera y ahí subíamos. Eran como cuarenta y cinco grados la parte de inclinación, treinta grados algunas partes. Con puro cuero, con cuero de animales. Entonces ahí se mandaba un nudo: se llama apires. Habíamos quince apires. Así un chorro de agua [caía] por la quebrada para abajo. […] Era un trabajo muy demasiado bruto y nunca uno ocupaba zapatos… A pie pela’o se trabajaba nomás. Pie pela’o. El cuero cocido debajo de los pies, duro, así como goma tenía los pies uno, acostumbrado. Es que uno se acostumbra, pero el primero, que entra nuevo, olvídese, no aguanta. No aguanta nada, nada, nada… ¡No me quiero acordar del trabajo! Demasiado pesado para uno, muy pesado.
Volviendo al epígrafe que inicia este texto, extraído del poema “El niño yuntero”, del gran escritor español que fue Miguel Hernández, escrito en 1937, en un mundo alejado geográficamente pero quizás no tanto culturalmente. En vista de ser ese un mundo campesino y obrero que se levantaba de siglos de opresión, opresión que es la misma que nuestras y nuestros campesinos soportaron desde infantes, siendo los espacios culturales como las fiestas y las devociones recursos que les permitieron ir resistiendo, resignificando y proyectando una cultura popular indígena, afrodescendiente y mestiza que nos acompaña hasta hoy, encontrándose con los y las niñas del presente.
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