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  • Oscar Vivallo Urra

¿Hacia dónde va la cosa? De Bolaño, burbujas y la pedagogía del porrazo/ Oscar Vivallo Urra

Foto: Pamela Alvardo Alvarez



Ningún ser humano en Chile e, inclusive, en otros lugares del Orbe, quedó impávido con los resultados del plebiscito de salida ese 04 de septiembre de 2022. Es que ese hito caló hondo a diestra y siniestra. Un amigo mío festinó diciendo, en el clímax de su cinismo, que “la tendalada que quedó fue maravillosamente inolvidable”, al contemplar cómo se vaporizaban en el aire, gracias al implacable poder del lápiz pasta sobre la papeleta de votación, meses de trabajo de una variopinta ciudadanía constituyente. Alivio y pesadumbre, goce y frustración, apruebo y rechazo, se resistían, cada uno por sí solo, a mirar la vereda del frente. Unos, a punta de bocinazos en festivas caravanas de autos y de eufóricos brindis. Otros, al contrario, con una implosiva mueca de estupor y, luego, de amargura, mientras caía la espesa niebla del inequívoco conteo.

            No hay palabras para los primeros minutos o segundos tras el impacto; todas las muertes abruptas, así como todos los orgasmos de felicidad, son experiencias fugaces y renuentes a la mordaza léxica. “Interpretamos la vida en los momentos de máxima desesperación” – nos arrojaba a la cara Roberto Bolaño en Los Detectives Salvajes. El escritor daba en el clavo cuando señalaba que la reflexividad introspectiva ocurre solo en los pasajes críticos de nuestras hiperventiladas existencias. Porque rara vez se ha visto que emerjan oleadas de profunda sabiduría desde un episodio de euforia, en una sobredosis de dopamina o durante el catártico goce que deviene tras el triunfo, la conquista o la súbita embriaguez del éxito. Son el fracaso, la derrota, la pérdida o la esperanza momentáneamente truncada, los que humedecen la vía por donde transitan los más insondables pensamientos. Es la pedagogía del porrazo.

Luego del shock, los medios de prensa y el cyberespacio colapsaron con un tsunami de argumentos con pretensiones de erudición y sabiduría, que explicaban el apabullante portazo que un 61,89 % de votantes le propinó a la propuesta de una nueva Constitución. Y ahí la creatividad no tuvo límites, ni tampoco la tendencia que tenemos de opinar solo desde nuestra tradicional zona de confort ideológica. Porque la tentación al menosprecio de la opinión diferente es intensa. Y eso a la larga es peligroso. Algunos epítetos, como “roto”, “ignorante” o “facho pobre”, lanzados con furia para los que optaron por dar el portazo constituyente; o “marxista”, “comunista” y “parásito del Estado”, dirigidos a los que se apretaron los dedos en la puerta, poblaron el imaginario colectivo, cargando en sus espaldas y poniendo en el sitial de la supremacía moral la odiosa descalificación del otro.

Sin embargo, hay tantas medias verdades, como cada uno de los millones de ciudadanos y ciudadanas que, acarreados por la condición obligatoria del sufragio, aún justifican su preferencia electoral y explican el triunfo o la derrota de la propia alternativa, sobrevalorando su propia posición. No es trivial que el emperador romano Marco Aurelio, allá en el Siglo II de nuestra Era, ya escribía con pluma estoica que “todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no la verdad”. Porque, tras la conmoción, lentamente se hizo más plausible la idea de que nuestra existencia es una suerte de burbuja mental y social que nos impide ver el país en que vivimos. Y esa miopía parece ser parte inherente de la existencia individual en sociedad.

Nos gusta reunirnos con GCU (“gente como uno”). Es que el juego social que practicamos se da entre parecidos, ya sea en la relación física con los otros o en la virtualidad de las redes sociales. Todos ellos son espacios donde la heterogeneidad o lo diferente generalmente salen trasquilados. Ideas políticas o cosmovisiones parecidas; orígenes y gustos sociales, educacionales y culturales similares, son herencias del segregacionismo en el que fuimos socializados. Entonces, la eufórica sorpresa experimentada por los adherentes al rechazo o la conmoción vivida por otros tras la desconcertante derrota del apruebo, son vivencias que surgen ante el desconocimiento de las realidades que conviven más allá de las propias burbujas y que, tras los resultados del plebiscito de salida, golpearon brutalmente cada una de las certezas políticas que exhibíamos de manera campante.

“Nos faltó calle” -me decía la señora de la panadería de la esquina. Y es que el mundo es infinitamente más vasto que lo que se puede apreciar en el horizonte de nuestras miradas. Y por muy open mind que uno se considere, por mucha “perspectiva aérea” que uno presuma poseer, decirse a-sí-mismo “he vivido en una burbuja” es quizás uno de los actos humanos de reconocimiento más importantes y sinceros que pudiésemos realizar, aún más en estos tiempos en que la cosa pública, la fronda política y la institucionalidad van cuesta arriba y son significativamente cuestionadas. Porque nos obliga a salir del getho que casi nunca abandonamos, con excepción de ese breve turismo sociocultural que realizamos una vez a las mil, al visitar otros espacios sociales totalmente diferentes al que estamos acostumbrados.

Cada cien metros el mundo cambia”, escribía Roberto Bolaño en su novela 2066. O en cada segundo de operación del algoritmo, ese que sostiene las redes sociales, la verdad se diluye o se transforma - podría decirse ahora. Hace rato que esto es sabido. El filósofo polaco-británico Zygmunt Bauman insistía en que la sociedad se volvió líquida. Pero, además intolerante con las visiones de mundo diferentes y megalomaníaca con relación a los propios puntos de vista. Por ello, buscar, reconocer y valorar la diversidad, ir hacia ella, nos sana de tantos prejuicios sociales y culturales, que debiese ser un imperativo individual y colectivo el mandarse a cambiar -si es necesario- a la misma punta del cerro, para que se nos quite la narcisista idea de que el mundo es solo cómo lo pensamos o cómo nos dijeron que es.

Y como el mundo cambia cada cien metros y en cada segundo, también el futuro depende de la práctica del peregrinaje social y cultural que tanto hace falta. Nadie sabe hacia dónde va la cosa, aunque abunden agoreros y aficionados al oráculo político en los mass media. Porque es difícil confiar en una opinión que proviene de ambientes segregados, de burbujas socioculturales y de posiciones personales que prescinden del diálogo tolerante con la diversidad humana. Es que, si queremos hablar de futuro, estamos obligados a tener más calle, mucha calle: para no pegarnos nuevamente el tremendo porrazo, ese que uno se da por no conocer la topografía de desconocidos barrios y veredas, así como las biografías de otras humanidades que hemos ignorado completamente.

 

 

 

 

 

 

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