Foto: Manuel Morales Requena
Es incómodo hablar del “proceso constituyente”. Cada vez que se toca el tema, adviene un suspiro característico y un silencio de unos cinco segundos, para después: a. empezar a hablar lento, tanteando cada palabra, para no caer en b. la frase breve que hable del “fraude” o la “cocina”. Porque cierto sentido común ya ve claramente cómo es que se crea y expresa la “voluntad general” desde que se aplicó el término rousseauniano por los revolucionarios franceses: cierto equilibrio intencionado entre las expectativas de las mayorías y los intereses de la elite gobernante. Volvió a su séptimo cielo el sueño de la democracia directa, humanista, animalista y hasta animista, cargada de simbolismos ancestrales -hasta que sus espaldas ya no podían más-, de la convención; este es el modo en que se hace, sin fe y sin celebraciones. Un compromiso más acá de la verdad, como todo en política.
Con todo, esa combinación de suspiro+silencio, no es exactamente una señal de derrota, sino algo más vago, un malestar más hondo. No se trata ya solo de haber perdido la oportunidad de una constitución que nos contentara a nosotros -o bien, dicho de otra forma, que ese nosotros no era en absoluto las “grandes mayorías” o “el pueblo”, a fin de cuentas, el mismo tercio de 1970. Es algo más, todo un entorno denso que no se deja aprehender de una sola mirada, pero que está allí. Esa densidad no la ve, acaso, aquel creyente en la sociedad como suma matemática o mecánica de individuos, sino que aquellos -¿nosotros?- que confiábamos en que era posible seguir imaginando la sociedad como un conjunto orgánico, un concierto de voluntades que tienen unos acuerdos básicos y cierto matiz de perspectiva en común.
Fijando la mirada, uno logra ir penetrando en esa nube densa. La “crisis de seguridad” es parte de ella. ¿De qué se trata? De la intuición con respecto a un quiebre radical del contrato social. No tanto en la sensación abstracta de una “inteligencia” política de las masas, sino que en el desacomodo colectivo de amplios sectores del país con respecto a la convención jurídica. Por ello, la emergencia de inseguridad no es simplemente una excusa de los medios de comunicación para desviar el tema de la constitución: resulta ser parte esencial del tema. Los que estaban fuera de la Ley, han decidido asumir este fuera como causa, estandarte y cultura, ostentando y rivalizando en el desafío a una sociedad en que nadie cree verdaderamente, y cuya ley acatamos hasta ahora de la manera más simple, apelando a la mínima comodidad y rango de libertad que nos entrega.
¿Comodidad hasta cuándo? Acaso la combinación de suspiro+silencio es la misma cuando hablamos de las expectativas económicas. Tener confianza en los datos oficiales ya viene a ser ridículo ante el alza imparable del costo de la vida. Y basta tener una mínima conciencia de cómo funciona la economía mundial para saber que todo irá de mal en peor, hasta quizá qué momento. El sistema completo del comercio mundial está cayendo en una crisis estructural impredecible. Anomia social más crisis económica: resulta imposible no pensar que estamos ad portas de algún tipo de apocalipsis, una violenta transformación de la vida y el mundo hacia algo inimaginable. Todas las potencias negativas del sistema social y económico parecen estar libradas a su pleno y libre juego: la especulación sobre mercancías y propiedades, el arma biopolítica por excelencia que es el tráfico de drogas, el desplazamiento semiforzado de personas de país en país por condiciones de vida imposibles en sus lugares de origen, la devastación de los recursos naturales. Y resulta caer como otra nota en este acorde fatal la amenaza de la guerra nuclear, nunca antes tan posible.
Ante esto, y al empezar a hablar de cualquiera de estos temas, ojo con esto: suspiro+silencio... No se quiere hablar, porque no se quiere gastar energías en algo inútil. Las viejas palabras ya no tienen peso, y nuestros espacios de encuentro y discusión ya se han alejado a años luz de los sitios en que se toman las decisiones. El suspiro+silencio es eso: fatiga+impotencia.
Y en medio, justo en medio de todo esto, la tecnología de la información decide dar saltos de gigante.
El avance tecnológico ha sido hijo a menudo, efectivamente, de la fatiga y la impotencia. En principio permitía trabajar menos, y después hasta pensar menos. Ahora mismo resulta ser el gran distractor. Viene a responder pronto a sus promesas: ante la masa viva de historia política y social que hemos tenido en Chile en los últimos cinco años, masa que no se deja descifrar y que acaba dejando a todo el mundo sin referencias, el ordenador, envuelto en su armonía de redes de información, parece imponerse -y esto a nivel global- como una desinteresada ultraconciencia que por el solo hecho de existir, al menos, nos hace toda esta carga de expectativas imposibles un poco menos pesada. Para no gritar en la calle, para no descargarse físicamente contra los culpables, sus cómplices y los acomodaticios (sea cual sea el bando, siempre “sabemos” con absoluta seguridad quiénes son, y si no, los inventamos), tenemos las redes sociales. Ya no hay fatiga ni impotencia: gran parte de nuestra “actividad política” se hace hoy intentando convencer y discutiendo con una pantalla al frente, y ya es tan usual que no nos percatamos de la esterilidad de esas sesiones... o sí nos percatamos, pero para qué hacernos problemas. Al menos no tenemos que encarar al otro para echar suspiros+silencios por la ruina de los tiempos...
Pero es desde ese penoso encarar al otro que debería surgir lo que se da en llamar la legitimidad democrática. Se trata precisamente de pasar la fatiga y vivir la impotencia, en lo que implica un flujo lento y con regla de las energías sociales y emocionales que puede, eventualmente, generar sentidos -y sensibles- comunes. En un país alucinado todavía con la descarga súbita y desordenada de un “estallido”, buena parte de la población, de este y de aquel lado, quiere hoy día y ahora su satisfacción emocional instantánea, así, tal como se la da el meme de la última hora. Más allá de la miseria de las elites, más allá de una presión mediática que tiene escala internacional, es la población misma la que ha elegido volver a la más básica de las interacciones: la del bebé en formación que no sabe aún el lenguaje de la familia que lo acoge. Porque esa familia ya no es el Estado; el lenguaje del Estado, el idioma ciudadano es como un fondo sonoro para que resuene una cierta estridencia (otra) que ya está afinando su idioma.
La mediación tecnológica está desde ya imponiendo sus normas de comunicación, su idioma propio, acaso su propio arte. Su nueva gramática, hoy día monstruosa y violenta, se irá haciendo más fina, y siguiéndola como los buenos empleados que hemos sido los escritores desde hace casi dos mil años (empleados del rey, de la burguesía, del comprador de diarios, etc.), ya nos hemos hecho “creadores de contenido”, hábiles en adaptar al estilo y a las letras de la época las miserias y grandezas del mundo. Ya dejados solos con nuestro amor a las bellas palabras, se nos espera: ¿cómo leer este suspiro+silencio? ¿en qué forma expresar la fatiga, la agonía de la época sin tener que recurrir a utopías ridículas, o a la misma poesía (!!!!???), como algo que puede redimir a alguien?
Es por esto que la literatura no está ni va a estar a la altura para hablar sobre el proceso constituyente, como tampoco puede hablar ya de cualquier fenómeno que corresponda a la vida real. Sus registros son ya hoy, propiamente tales, contenidos prediseñados: la negación de las aspiraciones de lo real, configurada mecánicamente. La luna romántica se ha transfigurado en la utopía de la emoción, en el credo emocionado y neurótico ante una humanidad de la que solo queda su forma abstracta: la humanidad real ya no puede ser reconocida por unas artes que ya no están a la altura de sus nuevas aspiraciones.
O quizá sí, pero hace falta un giro monstruoso, un retomar de la tradición de alerta legada desde las vanguardias, para reconocer en la anomalía de lo nuevo el elemento de una producción que pueda reclamar validez. No esa validez que genera simpatía inmediata, la del mensaje directo que a estas alturas entra por una oreja y sale con la otra, o la de los pequeños poetitas tratando de sonar como Charles Manson de la canción de Leonard Cohen, que celebran la catástrofe derrochando lo poco que queda de humanidad a cambio de corromper al resto del mundo con el veneno que ya los tiene corrompiéndose (Bukowski se ha puesto asombrosamente de moda). Lo que en la vanguardia hacía avanzar no era ni la esperanza ciega ni la desesperanza aprovechada de los manipuladores de la herencia beat. Era el estar a la altura de los cambios en el mundo real y, en consecuencia, en la conciencia social: tan solo así se lograba remecer a una percepción adormilada por la repetición de formas y tropos, en la línea de los maestros de la sospecha, que identifica Paul Ricoeur en Nietzsche, Marx y Freud, los que enseñaron a ver lo que hay detrás del discurso.
¿Qué podría haber detrás de la promesa constituyente que los artistas deberían ir a buscar e identificar, sacar a la luz, producir (en el sentido que resuena etimológicamente: llevar hacia adelante)? Acaso lo que más duele al artista: el hartazgo colectivo con respecto a la promesa de verdad que las artes (especialmente en Chile) gustan tanto de dar, el darse cuenta de que para amplios sectores de un nuevo mundo social y cultural la belleza de las palabras, de las formas y los rituales ha implicado otro modo de manipulación y de adormecimiento -y esta es acaso la gran lección del fracaso de la convención. El hambre de acción efectiva, directa, se posiciona de vuelta, como si hubieran sido nada los ciento y tantos de años después de la vanguardia histórica, marcada por su práctica real, sólida, su ruido y su furia, su compromiso con lo que realmente sucedía. En un entorno marcado por un arte autocomplaciente y privado, por un lado, y por un mensajismo ingenuo que sigue entendiendo el futuro desde la nostalgia, por el otro, las artes en Chile están lejos de esa altura que están demandando sordamente el suspiro y el silencio.
Al menos una buena noticia: la esterilidad de las prácticas artísticas ante los desafíos presentes y futuros, no puede sino mostrar una crisis de transición en la cultura a nivel global. Y cuando algo es necesario en nuevas condiciones -una nueva poesía, una nueva práctica creativa visual, una nueva forma de instalar las formas y los discursos-, ese algo no deja nunca de aparecerse. Y quizás ya apareció, y estamos pasando de largo, concentrados en terminar de leer la última página de un libro aburrido.
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