Foto: Manuel Morales Requena
Convecer es estéril
(W.Benjamin)
Todo aquello en lo que creías
ya no existe
(Leído en los muros de la revuelta)
Es el receptor el que articula, define un texto. Barthes estableció dicha cuestión en la década de los 60s, y desde ahí, despojamos de verdad a autores y autorías, que, principalmente, asumimos impuestas como inamovibles y dictatoriales. Fuerza y contra-fuerza, hegemonía y contra-hegemonía.
Ante lo que parece ser el terror a la deliberación, hoy nos percibimos viviendo entre la constricción de absolutos: de la revolución de octubre a la sobrevenida de un conservadurismo implacable que, supuestamente, actúa como refreno y alerta de lo que mucho se gusta de resaltar, caos absoluto. Se habla y escribe de una sociedad que desespera por un orden, absoluto, puesto que hemos sido expulsados de la armonía social a contar de 2019, cuando fuerzas activas de cambio vinieron a socavarla; un evento que en plena reactivación de dichas fuerzas solo pudo ser superado por el absoluto mayor de la expansión total del COVID-19. También, desde entonces, pudimos observar la intervención – absoluta - y el des-montaje del monumento al General Baquedano, en un movimiento que parecía querer situar una y todas las imágenes de la revuelta en su lugar, pasando hoy a testimoniar un vacío de tremenda significación; esto, entendido más allá de la disputa del monumento, en la pugna entre lo plural y fértil del 2019 a la invocación del símbolo total, de la patria compartida, de nuestra institución.
Cabe comprender que la epifanía política que supuso la agitación de octubre de 2019 instaló también la demanda de una visualidad o cuerpo de imágenes que ejemplificase la demanda, primero, para pasar al cúmulo de demandas históricas luego. Demandas que se suponen históricamente negadas y, por ende, sin representación. Una demostración patente de que (sub)yace en la constitución de la nación episodios y líneas de estructura lo suficientemente violentas como para no configurarse decididamente en una sola imagen, sino más bien condenadas a una figuración incompleta, dada su expulsión de todas las historias que acuden en el cotidiano.
No es difícil recordar que entre octubre de 2019 y marzo de 2020 conjuntamente a los enfrentamientos armados del epicentro de la ciudad capital, el monumento a Baquedano pasaba de una saturación de consignas en color flúor por la tarde a un pulcro negro por la noche. El monumento pasó a constituir un trofeo, una demarcación de dos fuerzas con una capacidad de abarcamiento propias de una guerra, lo que, es decir que, con el estallido social comenzó también una guerra por lo visual, por la victoria de un imaginario decisivo: o todas las imágenes, o ninguna.
No estamos tod(e)s, falta…
Es común a todo levantamiento el impulso y objetivo de derribar todo aquello que constituye el Viejo Orden, desde el desprecio a los símbolos de los gobiernos decadentes y en crisis a la absoluta convicción que solo la imagen vacía vale, una iconoclastia en toda regla. Y si bien adjudicamos que los iconoclastas son algo relativo a los fundamentalismos y fanatismos religiosos, el hecho es que ante el empeño confrontacional abierto de algunos movimientos sociales, podemos observar la misma línea forzada absoluta. No hay matices, todo se encuentra en un habla común, imagen o símbolo, pues de haberlos se es susceptible de fracasar, dirigirse a luchas intestinas por rivalidades que se creyeron aliadas, hablando una lengua común. Qué se invocaba durante el Estallido? Pasando la fuerza de los estudiantes secundarios por el alza del pasaje de Metro, el hartazgo de cierta noción de abuso generalizada en distintos sectores del país, armó un conjunto de conformaciones sociales, políticas y culturales que encontró su opositor común en la figura del Estado, gobernado por un empresario, abierto detractor de la dimensión de la figura estatal, de opción derechista. Así, un Estado sin misión social fue interpelado por su acción histórica, por su trato a los pueblos nativos, a los pobres, a los críticos, a las mujeres…y a cada quien se considerase vulnerado por este, piedra angular de la pequeña historia nacional.
Visto de este modo, el agotamiento de las fuerzas se hacía evidente, o, más bien, este era el escenario esperado por la autoridad, y, no obstante, la respuesta fue contundente en su demanda, pródiga en recursos culturales, de inédita creatividad, la que debía ser golpeada con la mayor fuerza disponible. Todos podemos reconocer dicho evento reciente por su desbordada visualidad por las calles del país, incluso más allá de su saturación. Ante la ausencia del Estado, los habitantes ejercen su derecho a la ciudadanía con representaciones que les son propias, cuerpo de imágenes aleatorio a través de las cuales se identifican, o, sospechosamente, levantan sin mayor vinculación que la agitación pública. Se hace relevante volver a observar, que la fuerza colectiva del Estallido, nunca dejó de evidenciarse como diversidad. Esta, llevada como valor, se postuló como el ejercicio multitudinario (Negri-Hardt) de los postergados, la visibilización de las demandas que conjuntas no se imponen voluntades, y, mejor aún, se comprenden y parlamentan para crear nuevas relaciones sociales. Una comunión de fuerzas, al cabo, que con un objetivo común mantuvo una determinación más que una cohesión: la convicción de que se debía cambiar la sustancia de la nación, integrando a todos sus elementos. La acción, entonces, era determinante y absoluta, pero su cuerpo en ejercicio, no.
De este modo, se nos presenta visualmente un gran volumen de estandartes y consignas, que juntos parecían cobra fuerzas renovadas, pero de las que no se podría saber cuáles hacían las voces más significativas de los demandantes, y, por ende, de qué discurso definitivo hacerse para saber leer cuáles de esas demandas constituían la fuerza motriz y el horizonte utópico justo. Son los superhéroes de la revuelta como Pare-Man o el Sensual Spider Man, la Tía Pikachu, a los que acompaña, por ejemplo, el definitivo Negro Matapacos. No debe olvidarse, que la condición de movimiento ciudadano, en abierta oposición a lo que el Estado y el Gobierno de entonces representaban, se vieron en la obligación de doblegar sus discursos de unidad y orden, despojando a quienes participaban del Estallido, de su condición de ciudadanos, haciendo ilegítimas sus demandas. Y así como Estado y Gobierno tenían un discurso y una labor que cumplir, su concepto de Nación debía ser firme y unitario, tal como era rebautizado al negro el monumento al General Baquedano por las noches. Si el cuerpo social del Estallido no pudo superar el absoluto de la pandemia, logró, al menos, situarse como cuerpo deliberativo para una nueva Constitución, escenario que lejos de aquietar y asentarse como proceso crucial, fue exhibido como confusión babélica, disminuido por los medios de prensa, atacado en sus falencias, sin capacidad de respuesta. Es más, la ausencia de un órgano oficial con presencia significativa en los medios masivos, situó el impulso de legitimidad del Estallido como acto estrafalario incapaz siquiera de cumplir lo que se había propuesto, como si tras tan masiva manifestación de creatividad quedase aún menos que sueños y utopías, sólo un impulso revanchista y castigador, finalmente cegado por la misma ambición que se había jurado acabar. El ocaso del 2019 menos que con la presión del conservadurismo, pareció declinar al no proponer un texto, una imagen uniforme, quedándose en el tumulto de los varios, de la plurinacionalidad, que para los observantes significaba su anulación y su desdibujamiento forzoso, casi como si la vida que habían llevado hasta entonces, a partir de ahora sería motivo de vergüenza y escarnio.
Como si los caminos familiares trazados en los cielos de verano
pudiesen conducir tanto a las cárceles como a los sueños inocentes.
A. Camus.
ºUna vez más. Si volvemos a mirar el monumento de la Plaza Baquedano, este exhibe hoy la perfección de espacio vacío, una ausencia monumental. La nostalgia y el horror del emplazamiento pueden leerse sin pérdida: la derrota de la utopía que llegó a significar dicho lugar, es por todos sabida. Más aún, desde la perspectiva de este escrito, parece suceder algo más; un agotamiento, un vaciamiento de imágenes expelidas hasta la náusea. Un silencio visual va recorriendo las ciudades, cada vez más oscurecidas por altas torres habitacionales en abierta confrontación con el orden de las ciudades viejas.
A esto mismo podemos unir el ensombrecimiento del inevitable establecimiento de un estado policial, derrotero de las posturas de los días nacidos a contar de octubre de 2019, y que, inversamente, resurgen con más fuerza: la transición del absoluto progresista troca en su absoluto contrario. Son días en que un muchacho es acribillado siete veces en el rostro por evadir un control policial, y una conocida periodista es expulsada por utilizar una palabra de común enunciación. Una gigantesca estructura del Uno, que aborrece toda diferencia y que hace escarnecer – esta vez sin lugar a dudas - a quienes no cumplan con las normas de una democracia, también como iniciábamos, absoluta. Tal parece, que como en un filme distópico, las palabras son sancionadas cuando su conveniencia no se ajusta a los planes reglamentarios, y hacen retroceder toda estigma de las acciones desesperadas hasta hace poco ejercidas. Es el color del absoluto, un gris perenne, suma de todas las formas que descarga su apariencia en color metal y plomo y detiene y desvía todo manejo cromático libre. Tiempos extraños donde la amenaza del otro – aquél que no es como nosotros – se muestra en toda la amplitud del discurso, mientras nosotros, despojados de la identidad del texto, sujetos por regularse, ensoñamos el retorno de lo por definir, y en el sustrato de los absolutos, dibujamos un tiempo diferido, en tono derridiano, conscientes de su fugacidad, pero sin elegías unitarias.
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