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  • Noelia Figueroa Burdiles

¿Y qué hacemos ahora? Reflexión sobre la revuelta de Octubre 19/ Noelia Figueroa Burdiles

Foto:Manuel Morales Requena



Escritura libre, que transita entre lo oral, lo académico, lo poético,

lo político, lo micropolítico,

todo junto, todo impuro.

Por Noelia Figueroa-Burdiles

 

Hace cuatro años inicié estudios doctorales iluminada por el pensamiento feminista. Esa era la atmósfera en Chile y en muchos países del planeta: la crítica feminista, en sus diferentes vertientes calaba nuestros pensamientos y actos, exigía nuevas reflexiones sobre la vida social no sólo a las mujeres, y sobre todo nos desafiaba a desestabilizar las estructuras patriarcales. Particularmente, yo estaba interesada (y lo sigo) en los feminismos descoloniales y comunitarios, que fueron el centro de muchas conversaciones con mis compañeras y con la comunidad académica del doctorado que empecé en Temuco en abril del año 2019. El sueño de regresar a la universidad, de caminar sus campus, de tener la mayor parte del tiempo para leer, estudiar y conversar duró muy poco: en octubre de ese año se desencadenaba una revuelta social, con noticias diarias que impactaban lo más profundo de nuestro ser: muertes, mutilaciones, vejaciones como en dictadura, que hacían presente una memoria ancestral del ultraje, demostrando que la historia se repite, que siempre sucede lo mismo, no en espiral, si no en círculo, pisando los mismos pasos, hundiéndonos un poco más.

 

Me volqué a la calle, como tanta gente, como tantas mujeres, a detener la matanza, a detener la guerra, porque no era posible que ello ocurriera nuevamente, que el peor síntoma de nuestra tozudez de caminar en círculos se manifestara con esa crueldad: la competencia de luchar a muerte por ganar y por dominar. Porque ese es el espíritu de la guerra, su adrenalina; no es sólo la defensa, es la violencia la que configura el campo de batalla y hay quienes están dispuestos a pelear desde cualquier frente. Mientras estaba en la calle y participaba en asambleas improvisadas y en manifestaciones organizadas para denunciar las injusticias, se iba develando para mí lentamente la multiplicidad de intereses y deseos (no intenciones) que estaban en juego: lo comunitario se convertía en velo político del ansia de poder que siempre es individualista y egoísta; micropoder, poder grandielocuente, poder al fin… pero un micropoder proyectado (ya sea por agenda o por deseo), a la conquista del poder político y económico del estado-nación. Yo nací a un año del golpe militar que inició una dictadura que aún perdura en los corazones más antiguos; el país solidario que conocí se forjó en la no-dominancia, en la confianza de las personas que habitábamos un espacio común y que lo protegíamos de la tiranía militar. No conocí ese país estructuralmente solidario y unido al que aluden los discursos triunfalistas de la vereda que sean; dudo si realmente existió, sobre todo cuando reviso la historia de autoritarismos, matanzas e injusticias que imprentan la consolidación del estado-nación, de la república de Chile. El ideal republicano que se forja en la sangre derramada, representada incluso por la bandera patria.

 

Si convenimos que la memoria es frágil y que las capacidades potenciales para imaginar e interpretar son infinitas, estas capacidades son subordinadas, limitadas, bloquedas en el mundo de la dominación patriarcal y colonial: los estados y las naciones en todo el planeta se han construido desde la dominación que sustenta un sistema moderno/colonial de género que estructura relaciones sociales jerarquizadas. María Lugones, filósofa viajera-de-mundos, repensando los aportes del pensamiento decolonial en los noventa, nos indica que este sistema origina una serie de opresiones bajo una sola lógica de poder: dominio-opresión-dominio: ser oprimido/estar siendo oprimido. Los relatos de la patria, de la república, del estado y la soberanía son puros, se mueven dicotómicamente entre estructuras fijas (y supuestamente confiables porque establecen las condiciones y normas sociales). Relatos que erigen una identidad unitaria supuestamente por sobre “las diferencias”, y que respalda la autoridad ejercida por sujetos y coaliciones concretos. En ese mundo no caben otros mundos, las diferencias son asimiladas y las intenciones de emancipación borradas por los límites que ese sistema establece para su permanencia y reproducción.

 

La revuelta social del 2019, una más de las tantas revueltas que ha vivido Chile en sus poco más de doscientos años de existencia como estado-nación, son manifestaciones sociales que se mueven dentro de esos límites, y lo que está en juego es el poder de dominación (no la emancipación, cuyas dimensiones son impuras, porque no son posibles de limitar o definir). Las reacciones y consecuencias de esas manifestaciones son enfrentamientos y opresiones inherentes a la competencia por el poder. Se producen también los relatos de los oprimidos, algunos de ellos son recogidos por la historia oficial de la patria, y suman a las argumentaciones de la lucha por el poder, continuum de la estructura: la otra cara de la moneda, diría mi abuelita. Hay quienes se conforman: si nuevamente se repite la historia, algo se avanza (ahora tenemos zapatos, tenemos calles pavimentadas, tenemos luminarias). Quienes ganan la competencia, ejercen la autoridad que por definición seduce y oprime, y una vez más somos espectadores de  enfrentamientos políticos, amenazas, inseguridades y abuso de los medios de comunicación, haciendo que la decepción, el temor y el ostracismo se apoderen de muchas personas. Esa es la atmósfera que siento cuando camino por el centro de la ciudad de Concepción y escucho en altoparlantes los peligros de la vida social, como si estuviera en una película apocalíptica o distópica.

 

En la infancia aprendemos dos cosas: que la muerte es el final inevitable, y que la historia de la patria se ha forjado con la sangre de mucha gente… los emblemas patrios nos lo recuerdan, las canciones folclóricas, los manuales de historia, incluso la biología nos lo recuerda. Sentimos opresiones, muertes y dolores como propios, los hayamos vivido o no al interior de nuestras familias o comunidades, como ha ocurrido en los pueblos originarios, o por la dictadura militar o por la revuelta 2019, entre los numerosos sucesos que han marcado tantas generaciones en muchos lugares de este territorio llamado Chile ¿Hay quienes se  interesan por la historia y por desnaturalizar la violencia dentro del relato oficial? ¿Cómo imaginamos mundos que permitan que estos sucesos no vuelvan a ocurrir? Recuerdo el “nunca más” y al mirar retrospectivamente parece una ingenuidad, porque dentro del sistema moderno/colonial de género, no tenemos la capacidad de revertir el decurso circular de la historia. De allí pienso que ni la reflexión sobre el pasado ni los deseos de futuro son suficientes para este objetivo. Parece ser necesario habitar el aquí y el ahora, relacionándonos en los límites que el sistema de opresiones tiene, porque en ese espacio liminal, las dicotomías se desvanecen, convirtiéndose en una multiplicidad de posibilidades. Dudo que la revuelta social de 2019 y sus devenires, hubiera permitido que emergieran esas multiplicidades. Sobre todo porque no fueron escuchados los feminismos que lejos de la igualdad, argumentaban políticamente por fuera de la trama modelada por el poder de dominación. Feminismos que proponen la emancipación en el terreno de lo cotidiano, cuyas posibilidades son múltiples. En ese momento, en el momento de la multiplicidad se inicia el declive de la estructura pura y jerárquica que sostiene las relaciones vitales; morfogénesis en un tiempo no lineal que, por lo mismo, no puede ser controlado. Nos confundimos, o más bien, nos confundieron, evitando a toda costa que entráramos en ese terreno, primero a través de la violencia (militarización de las calles y los territorios, bombardeo mediático del horror para paralizarnos de miedo y encerrarnos en las casas). Luego, siempre con el respaldo de los medios masivos de comunicación, sobrevino la orquestación de acuerdos entre coaliciones supuestamente enemigas y el despliegue de las herramientas normativas que, sin tocar la estructura, continuaran con el guión pactado en el más breve tiempo posible.

 

No es simple, ni fácil, ni rápido, imaginarse mundos por fuera del guión, por fuera de los límites que estructuran el sistema de opresiones constituido por dicotomías y partes puras. No es fácil hacernos cargo de nuestras impurezas, ni transparentar las diferentes formas que en habitamos los mundos, las diferentes formas que adoptamos en las relaciones sociales, las diferentes formas en que nos enfrentamos a la autoridad. Esos son los límites, y nos han enseñado a callar, a ocultar, a mentir, a competir o a reaccionar con violencia, porque supuestamente de ese modo podemos sobrevivir y en parte recibir algunos beneficios del sistema. Pareciera que vivimos de un modo inconsciente, y esto es aún más fácil en tiempos de super-abundancia, cuando el capitalismo contemporáneo tiene la capacidad de suprimir la pulsión vital de la emancipación.

 

 Para explicar esto último me inspiro en las proposiciones de la psicoanalista brasilera Suely Rolnik, en su descolonización del inconsciente colonial-capitalístico. Cuando sentimos una opresión o una incertidumbre, la pulsión vital se activa para que imaginemos y creemos una nueva condición que nos permita salir de esa circunstancia, sin embargo, el capitalismo ha creado una serie de distractores que opacan esa capacidad de imaginación y creación. Como vivimos en un mundo acelerado, condicionado por el reloj y el calendario gregoriano, donde el tiempo se consume como mercancía, no tenemos precisamente tiempo para reflexionar sobre lo que nos pasa e intencionar una respuesta; identificamos lo que nos pasa como un deseo y accedemos rápidamente a la respuesta que nos da el sistema. Este condicionamiento es implantado desde la más tierna infancia y actúa vorazmente. Canillo que no se llena nunca, dice la machi Adriana Pinda. No tenemos la posibilidad de visualizar que es el capital (la necesidad de dinero) lo que nos oprime, el sistema de jerarquías que lo sustenta, porque, aun cuando estemos en el lugar más alto, solo nos es posible resolver nuestras incomodidades, nuestras insatisfacciones existenciales, nuestras incertidumbres, recurriendo a él cada vez más, para que se alimente de nuestra energía, de nuestra soledad y de nuestra confusión. Nos restringe a un plano individual, disociando nuestra experiencia de la comunidad y de la interacción con la vida que se despliega fuera de esa jaula (aunque sea de barrotes de oro, como me dijo una vecina). La vida múltiple, humana y no humana, se oculta cuando sentimos miedo a lo desconocido, la oscuridad, al afuera, a lo incontrolable (el miedo es estrategia política de quienes luchan por el poder de dominación). Vida que a pesar de los acuerdos mediáticos o los discursos fatalistas del cambio climático, continúa desplegándose con todas sus fuerzas para mostrarnos que hay mucho más.

 

Muchas mujeres reconocemos nuestra fragilidad, parafraseando a María Galindo, como parte del despliegue de la vida; al menos, muchas feministas sueltas, descoloniales y comunitarias, sostenemos nuestra fragilidad por fuera del discurso de la igualdad de género. Seguimos intencionando el cuidado de nuestras comunidades, imaginando y creando por fuera del relato del dominio. Esa fragilidad no significa debilidad, sino reconocer que la estructura de opresión y de muerte que regula las relaciones sociales no nos hace bien. Podemos superar terremotos, maremotos, incluso pandemias (aunque no sepamos realmente que son), pero no podemos seguir sosteniendo un sistema que nos oprime, que cotidianamente produce y comunica violencias, que coopta nuestra inconsciente, haciéndonos cada vez más infelices. Es tiempo de explorar la liminidad, de traspasarla, de viajar-mundos acompañadas de otras mujeres, de otras personas que también reconocen su fragilidad. Reflejemos la multiplicidad que podemos ser colectivamente para esta vez no volcarnos a las calles, sino a crear nuevos mundos que integren nuestras diferencias, por fuera de la casa-vivienda, en topía, para poner el capital en un lugar subordinado de nuestras interacciones y co-habitar con la multiplicidad de seres que pueblan el espacio en que vivimos.

 

Topía como ese tiempo-espacio reflexivo del presente, que no es utopía, menos distopía, estos últimos tiempo-espacios que han condicionado nuestra percepción, creencias y conocimientos sobre la vida como dialéctica de la muerte. En topía, la vida es creación humana y no humana, inconmensurable, trasciende la materialidad, porque siempre está en movimiento… en topía podemos intencionar nuestra pulsión vital mediante actos y prácticas de (re) creación colectiva, que tienen siempre una expresión situada y de colores; insólita, aunque se pretenda lo contrario con la masificación del mito de la inteligencia artificial. Se hace cada vez más intolerable la ideología de la dominación que atraviesa nuestras relaciones vitales, y que sustenta el capitalismo y su vínculo con el estado (en sus expresiones extractivista, industrial, financiera, artificial, masiva y excesiva).  Están llamando voces de mujeres en todo el planeta a desmantelar esa ideología, en topía, en un tiempo-espacio situado, pausado, reflexivo, con nuestros sentidos atentos y abiertos, nos llaman a desarrollar comunalidad enraizada, en libertad, con amor y cuidado, por fuera de la casa-vivienda que nos confina, por muy moderna que sea, para (re) crear relaciones valiosas y recuperar el tiempo y el espacio a nuestro favor.

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