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  • Juan Herrera

Al otro, es a quien le ocurren las cosas.



Los mecanismos del silencio

se pegaban a la carne y a la ropa,

como un pájaro herido

que putea por volar alto

y mira para abajo

hacia donde todo se borra

y olvida


Edson Faúndez


Por Juan Herrera


¿Hubo una generación de poetas en Concepción en los años noventa?

Creo que hubo poetas que transitaron entre las décadas de los 80 y los 90 que eran muy cercanos en sus preocupaciones literarias y que también fueron amigos y amigas allegadas a intereses comunes más allá de lo literario -cine, rock, política y un largo etc.- si eso constituye una generación, entonces sí la hubo, aunque necesariamente esto es una discusión más bien de los profesores y críticos de la literatura que de los lectores.

En lo que respecta a mí, debo reconocer que por mucho tiempo viví en torno a la ficción que caracterizaba a la llamada generación de los noventa y de algún modo esa construcción me impidió explorar lenguajes que recién ahora empiezo a descubrir. Dicho de otro modo, existe un corsé por parte de la crítica que no creo que ella misma -críticos y críticas- se lo planteen como itinerario, pero que de igual modo socaba la aparición de discursos nuevos o emergentes. Por ejemplo -y aquí asumo mi responsabilidad, porque también me dedico a estudiar el fenómeno de la poesía- uno de los primeros artículos conocidos sobre los poetas de este grupo lo realizó Andrés Morales, allí distinguía entre poetas siguiendo el concepto de canonización, corría el año 1997, lo cual, a la luz de quienes éramos entonces y de la manera en que pienso ahora, me parece un ejercicio algo riesgoso, probablemente tanto como a él mismo. Juan Zapata, profesor de la Universidad de Concepción y poeta también, quien compartió sus experiencias con muchos de nosotros, siempre nos decía que para estudiar a una generación era necesario la distancia, esa distancia que él asociaba al tiempo generacional, eso que faltaba para que las cosas decantaran y para que se pudieran comprender en su contexto.


¿Cuál es esa ficción de la que habla?

Asumamos que estoy hablando y que usted me habla a mí, aunque ambas cosas no sean ciertas, porque primero el habla requiere del tiempo y aquí no lo hay, segundo, porque usted es un pronombre. La ficción a la que me refiero se construyó no solo a partir de las palabras de Morales, sino que corresponde a la operación que la repetición ejerce sobre el campo cultural, es decir, el trabajo de agentes que por necesidad a una respuesta al necesario vacío que impone el futuro de una tradición, esta operación consistió en ubicarnos en estancos temáticos, señalaron cuáles procedimientos usábamos, qué leíamos, qué estudiábamos y cuánto nos diferenciábamos de los y las que nos precedían. La fábula dice que éramos políticamente poco comprometidos -cuestión que dudo profundamente- porque si bien me producía alergia el olor a lana y las canciones de Quilapallún, en los albores del retorno a la democracia en este país también teníamos varias luchas políticas, como la mercantilización de la enseñanza superior o el centralismo en la administración del Estado. Más adelante, con el tiempo, sumamos otras con relación al medio ambiente, las identidades de género o la interculturalidad. La verdad es que el mundo se hizo un poco más grande y tal vez por lo mismo nuestra relación con el poder era un poco diferente a lo que había pasado antes en los 70 y 80, con ello no digo que la resistencia a los problemas internos del país dejará de importar, sino que había otros referentes que también eran relevantes, a mi memoria viene el levantamiento de Chiapas o la Guerra del Golfo. Además, en lo personal creo, que muchas de las cosas que atisbábamos por entonces, ya estaban presentes en muchas de las poetas chilenas de antes, como sucede con Cecilia Vicuña y su reflexión poética sobre el bloque naturaleza-cuerpo-poder, por ejemplo. Sucedió también que en aquella demanda “social” que se hacía sobre nuestro trabajo estaba la mano de operaciones políticas buscando agua para su molino, era el tiempo de la reorganización de todo un sistema que a la postre colapsó en octubre de 2019. También se decía -y todavía se dice- que nuestra formación literaria era extranjerizante, con un repertorio que tomaba elementos de la poesía española del 27 y de las generaciones posteriores, por ejemplo, o de la poesía anglosajona de postguerra. A decir verdad, creo que esa afirmación vale para algunos, pocos, que integraban algo de aquello en sus creaciones y en su discurso, pero no para la generalidad del rebaño. Me parece encontrar, al respecto, cierta continuidad con el discurso de los poetas del postgolpe o incluso con Parra, pero más guarro -ojalá se entienda esto- o sea, con más calle. La ficción adquirió ribetes de letanía, una de sus sentencias más vociferadas era que éramos poetas académicos, pero la verdad es que sí estábamos estudiando estudios superiores y todavía estamos varios de nosotros y nosotras trabajando en las universidades, sin embargo, esto fue totalmente circunstancial, más bien respondía a una cuestión de época, porque la universidad se transformó para nuestros padres y madres en la mejor opción por esos años para una movilidad social. Debo decir que cuando escribo no estoy pensando en Derrida o en Foucault, no escribo desde allí no me interesa situarme en ese tipo de lugares, no pienso en los grados académicos cuando “cometo” poemas, lo que en definitiva es súper foucaultiano. Tampoco creo que las instituciones prefiguren a las escritoras y escritores del mañana, existen ejemplos de poetas que hoy levantan bastante polvillo crítico que no han asomado sus cabezas por la universidad, pero que hoy son los primeros en ser invitados a las aulas a leer y compartir con esa comunidad. En lo particular, la Universidad de Concepción en los 90 era un espacio abierto o por lo menos quería abrirse a los nuevos tiempos y fui testigo del esfuerzo que se hacía para integrar a una audiencia amplia y no elitista, los que recuerdan las lecturas en la sala 1-3 del Edificio de Lenguas, articuladas por Marta Contreras, o los congresos de poetas jóvenes en el Auditorio, hechos a pulso por César Valdebenito, sabrán ponderar estas palabras. Si la disgregación de los discursos poéticos era cosa evidente y allí sí concuerdo con lo presentado en algunos artículos, también es cierto que todavía permanece la sensación de que convivíamos con amor y responsabilidad el espectáculo de la literatura, esa vitalidad inconsciente y poderosa, capaz de congregarnos en nuestras diferencias y de brindarnos sorpresa por la inteligencia y el espíritu, en un mundo pedestre y todavía peligroso.


¿Quiénes eran los poetas de la generación de los noventa en esta ciudad?

Haré una pequeña reflexión… cuando estamos frente a una fotografía que se nos muestra de años pasados en la que aparecemos retratados, que desconocemos y que ligeramente tomamos en nuestras manos con cierta desconfianza, suele ocurrir un distanciamiento por lo impropio. ¿Ese soy yo? Balbucimos, hasta que reconocemos lo evidente con una suerte de aceptación, que más que la certeza del hecho es la aberración de las imágenes en la memoria. Así, como creo, éramos un conjunto de más o menos 20, entre mujeres y hombres, discurriendo entre lecturas, presentaciones de arte y sus respectivos cócteles, tocatas, talleres literarios y bares. Entre ellos, Javier Bello, Damsi Figueroa, Luis Rebolledo, Marcelo Garrido, Pilar Cabello, César Valdebenito, Carolina Muñoz, Carlos Henrickson, Ariel Gajardo, Alan Muñoz, Eduardo Asfura, Arturo Lafourcade, Edson Faúndez, Héctor Videla, Rodrigo Spinola, Omar del Valle, Cecilia Rubio, Verónica Macaya, Gonzalo Henríquez, Fernando Reyes, Marjorie Mardones. Posiblemente otras imágenes me son imposibles de descifrar por ahora, probablemente haya otros álbumes diferentes al mío, qué bueno. Quisiera dejar claro que he pensado este grupo, como los más cercanos, los habituales, aunque por cierto había muchas personas, algunas pasaban de ser auditores a convertirse en participantes de los eventos. Partían desde cero o tomaban la decisión de ser escuchados. Otros mayores, nos acompañaban, siempre dispuestos a prestarnos atención y dinero, en el entendimiento del continuo que es la poesía chilena. Al pasar de los años, emergieron nuevas voces, poetas más jóvenes que tomarían la posta.


¿Cuál es el valor de poesía penquista en el concierto nacional?

En primer lugar, es necesario entender que existe una mitología respecto a Concepción que nosotros mismos hemos alimentado a través de los años, a través de los siglos. Desde la Guerra de Arauco, pasando por la Colonia, la conformación de la nación a principios del siglo XIX hasta la transformación de este espacio en una ciudad universitaria, todo este largo periplo, ha sido registrado literariamente y a través de otros saberes. Entonces, mi opinión es que la ciudad es lo que se ha creído de esta -si se permite la metáfora- en sus diferentes capas arqueológicas. Así las cosas, en lo que respecta a la poesía, la ciudad es la proyección que sus artistas hacen de ella y Concepción ha tenido figuraciones, en general, durante el sigo XX, no muy positivas, incluso podría decir decadentes. No obstante, en esto que describo reside un valor, la ciudad se piensa, se percibe, se camina, se conoce, al menos enarbola una identidad, cualquiera esta sea y esto no es muy común en Chile. Puedo creer que en el futuro la imagen de la lluvia y la bruma, las zonas de peligro, los baldíos o los túneles morados, todos mitemas de Concepción, den paso a lugares más luminosos, y si no es así, ya no es mi problema, sino del otro.


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