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MEMORIAS DESDE EL TEJADO

  • Esperanza Aguirre Palma
  • hace 5 días
  • 3 Min. de lectura

Foto: Manuel Morales Requena


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A veces, cuando el día está muriendo y la noche aún no nace, subo al techo de mi casa, a ver el pueblo donde vivo, no es muy grande pero no alcanzo a divisar dónde termina.

Allí me siento un rato y veo como los pájaros se posan en la copa del limonero y juegan delicados entre aleteos y picotazos. Yo me acostumbre a ellos y ellos a mí. También las gatas que al llegar agosto y mientras se frotan en todas partes, vienen a saludarme como señoritas finas y de gran linaje. Conversamos, me preguntan sobre mis dos gatos varones. Yo les digo que no conseguirán nada, que están castrados desde hace varios años.

Cuando los pájaros delicados y las gatas finas se despiden de mí para seguir con sus vidas, me acuesto en el techo, respiro hondo, cierro los ojos por un momento y aprecio el silbido del viento, el cantar de los árboles, el gemido de uno que otro perro llorón que percute en el paisaje sonoro simple y tranquilo del hogar que me deleita.

Allí mi tranquilidad es interrumpida: Una bulla humana me hace fruncir el ceño y abrir los ojos: El recinto militar de atrás de mi casa entona una canción también militar. Ese ruido repugnante para mis oídos me hace recordar aquellos tiempos en los cuales no sabía muy bien si estaba triste o feliz, solo sabía que en mi corazón había rabia y ansias de justicia.

Me sacó los lentes, mi alrededor se torna borroso: Los cables de electricidad, los focos de luz, la copa del limonero, las gatas maullando en otros techos, los pájaros en el aire. Todo se transforma en una gran mancha conjunta miope.

Una mancha enorme y gris con sus alas extendidas, pasa por arriba mío sobresaltandome: Se parece a esa dura máquina con ruedas que hace años me ahogó con sus sucias aguas, en compañía de su hermano que me envenenó con ese pesticida humano al que llamamos gas lacrimógeno.

“Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite” Las palabras del ahora sepultado bajo tierra vinieron a mi mente, mis puños se apretaron en rabia y no pude evitar preguntarme: Cuando murió en aquel lago no muy lejos de aquí, ¿habrá sentido la misma angustia que sentí yo cuando aquella máquina me escupió agua sucia a tal punto de ahogarme en ella? ¿Se habrá arrepentido de haberle declarado la guerra al mismo pueblo que prometió ayudar en sus planes de gobierno?. No tuve respuesta así que traté de relajarme y empecé a recordar:

Las batucadas alegres sonaban por las calles de mi pueblo chico, las cabras bailaban al son de los tambores mientras la comparsa avanzaba camino a la plaza.  La Coordinadora No + AFP parecía un enjambre de abejas, símbolo trabajador. El desfile disidente y siempre colorido avanzaba detrás de la batucada. Y mi favorita, la ola morada guiando la marcha: guaguas, niñas, adolescentes, adultas, viejas, todas juntas con un pañuelo, polera, labial o bandera morada, unificadas.

Recuerdo la revuelta, un lugar lleno de sabiduría, comunidad y compañerismo. Recuerdo la revuelta y como siempre que una marcha aparecía, el día parecía iluminarse con esperanza de cambio, los colores inundaban mi alrededor y las consignas eran mi canción. Hasta que todo se tornaba gris, el sol se escondía bajo una toxicidad que lograba que mis pulmones se cerraran por completo. Recuerdo la revuelta y tener que salir corriendo de la mano de mi mamá escapando del lumazo que nos dejaría hematomas por semanas. Recuerdo la revuelta, yo tenía doce años cuando mi vida se tornó una lucha por un país mejor, una lucha donde un día me desperté con la noticia de que nos podían disparar a quemarropa y quitarnos los ojos. Una lucha donde era todo o nada.

Abro los ojos, me pongo los lentes. Mis memorias disipadas en la ahora noche que cubre a mi pueblo chico. Está lista la once, llama mi papá. Me bajo del techo, dejo las nubes y me siento a la mesa. Tomo un té de manzanilla.  Los recuerdos del tejado me acompañan. Mi papá me mira tensa, se ríe un poco y adivina en cuestión de segundos lo que pasa por mi mente.

“Ojo por ojo” me dice, a lo que yo asiento con la cabeza y me relajo.

“Ojo por ojo.”

 
 
 

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