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- Juan Carreño
- hace 5 días
- 4 Min. de lectura

Foto: Manuel Morales Requena.
Hace 30 años estaba en segundo básico, aún no sabía ni leer ni escribir. 1994. Había repetido el kínder. Mi papá venía saliendo de la peni. Se hizo evangélico un par de meses. Luego volvió a lo de siempre. Tenía 8 años y ya había pasado por 5 colegios. Asume Frei en marzo. Mi mamá me dijo que nunca confiara en la democracia cristiana. El padre Hurtado es beatificado y lo vemos por la tele. Ese año estaba más cerca del golpe de estado que lo que estoy ahora de mis 8 años. Muere mi abuelo Juan Carreño, un ensimismado campesino sin muchas herramientas emocionales, con neumáticos se hacía sus propias ojotas. Toda mi familia, por el lado materno y paterno, viven en el mismo pueblo y todos están enterrados en el mismo cementerio. Cada vez el paseo al cementerio es más largo. Soy un alumno mediocre de una escuela adventista de nombre en inglés con pretensiones arribistas: uniforme con boina, guantes blancos y falda escocesa para las niñas. Mi papá tiene una Citroneta y trabaja en lo que sea. Vemos la Teletón y la U sale campeón ese año. Los sábados me quedo en cama y me quedo mirando el piso recién encerado. El olor a cera de piso me volaba. Mi mamá le sacaba brillo al piso escuchando Alberto Plaza, Pablo Herrera y Mirian Hernández desde la radio. Radio Pudahuel con Pablito Aguilera. Faltan algunos años para tener teléfono en la casa. Me gusta ojear revistas que compro en la feria y recoger los mapas de las páginas amarillas que botaban en la calle. Qué grandes y colosales eran esos libros. 5 años atrás había muerto mi hermana y ya comenzaba a andar en micro solo, le pedía a los adultos si me podían tocar el timbre para poder bajarme. Me daban terror las micros. Me daba miedo pasar de largo y no volver más a casa. También me intimidaban los choferes. Micros Metalpar y yo escribiendo mi nombre con un corrector en el respaldo del asiento. Las ventanas de todas las micros de 1994. Este fue mi último año antes comenzar con mi adoctrinamiento cristiano y posterior liberación por medio de la poesía. Me da pena la gente que no recuerda. A mí, la memoria, por momentos, me fatiga el ánima. Seguramente era un niño bastante triste. Tenía tanto miedo a equivocarme. Pedía permiso para irme a acostar. A veces con un diccionario hacía como que leía y me quedaba dormido así. La pobla era violenta. Había unos guatones gemelos que vivían al frente y constantemente me arrinconaban entre los dos y me hacían cosas como meterme sal en los ojos o pasarme hojas de cuaderno como filo por el cuerito entre los dedos. Ese año vi a Pinochet en la Catedral de Santiago. Solía inventar juegos. Tenía una alta capacidad para jugar solo e inventarme aventuras con palos de helado, fósforos, colillas de cigarro. Me gustaba revisar la basura después que se iba la feria y fabricarme juguetes. El año anterior ya me había hecho devoto de “Los súper campeones” y estaba listo para volverme otaku. Pero aún no sabía lo que era la vida ni sabía llegar al fondo de las cosas. Creía que todo lo que veía era normal. De ahí mi miedo a la cárcel y a que por expresarte mal con tus palabras termines acuchillado o muerto. Los chilenos entienden lo que quieren. Y hay que ponerse una máscara de monstruo cínico para caminar por los pasajes. Me daban miedo mis vecinos. Mis uñas me parecían horrendas. Llegué a pensar si quizás yo sufría de síndrome de down y que la percepción de mí mismo era equivocada y la gente me trataba así como por pobrecito el pobre cabro. En una fiesta de mis papás una niña me lleva a su pieza de juguetes y me muestra sus peluches y comienza a rozarse con ellos y me pregunta si yo también quiero ser un peluche. Me rajé el pene con el cierre de mi bluyín. Casi repito ese año. Mi hermanito Carlos, que iba en kínder en el mismo colegio, se escapaba de su sala y se iba a la mía, mi profesor jefe, el joven Carlos Alcázar Ramos (nos hacía repetir su nombre siempre al entrar a la sala), dejaba que mi hermanito se sentara junto a mí, yo lo abrazaba porque él tenía miedo, y yo también. El profe me tenía buena, porque mi vecina Pamela, que iba en tercero medio, me pasaba cartas de amor que le escribía a mi profe y yo se las pasaba. En los recreos intentábamos jugar a la pelota con papel envuelto en escoch. Y era todos contra todos, volvíamos a la sala sudados y el profe reclamaba que éramos muy hediondos. En un recreo perdí toda mi colección de Tazos por apostador. Cuando fue el campeonato de futbol el profe le puso al equipo “Los Bisti bois”. Sólo marqué un autogol y mi carrera como futbolista comenzaba mal. 1994 fue mi primer mundial. Vi jugar al diablo Etcheverry y a los 4 minutos ser expulsado. Coleccioné ese álbum de galletas Mackay, mi segundo álbum luego de “El rey león”. Qué buen mundial ese. Y qué lejos se veía. El cabezón Marcelo de Cachureos siempre iba a USA. En la tele todo era 911 y Gladiador Americano. Y agotadoras tardes de Sábados Gigantes. Nubeluz. Video loco. En un momento todo era Estados Unidos. El Gato Juanito en Disneilandia. Y Eliseo Salazar que nunca ganó una carrera y la gente sepultada por el aluvión de la Quebrada de Macul, dijeron que en el 2000 Chile sería un país desarrollado, y de pronto alguien apretó el botón de acelerar el tiempo, envejecer de golpe, y la guerra angoleña, y la guerra guatemalteca, y la guerra bosnia como el sueño de una familia completa durmiendo en la misma habitación con la tele prendida, noches de domingos de Zoom Deportivo, invierno siniestro de 1994.
Jc. 30 septiembre 2024. La Pintana.
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