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Editorial NN 8 Marzo 2021







EDITORIAL:


“Los gobiernos, que son instrumentos de dominación sobre su propia población, más que en defensores de los intereses de ésta se convierten en blanco de sus iras, la Administración es percibida como delegada de un poder ajeno más que expresión de la libertad e identidad cultural de los ciudadanos.”

Joan E. Garcés.


“Tu libertad termina donde empieza la del otro.”

Padres.


Y así parece ser el dilema: la frontera entre lo individual y lo común. Esa delgada línea que separa a cada ser de su entorno físico y humano. Pareciera que en ese dilema reside la gran mayoría de las problemáticas actuales. En la definición del límite, en el respeto y entendimiento de ese límite, en las negociaciones permanentes que desarrollamos cuando necesitamos desplazar ese límite hacia sectores que nos interesan, pero que, invariablemente, afectan a otros. Habitando ese límite construimos a diario una coreografía a ratos armónica y a ratos entrópica, grotesca. La tendencia actual hacia la exacerbación de la individualidad por sobre el bien común es, entre otras cosas, lo que nos tiene al borde del caos sanitario, razón por la cual, minuto a minuto, perdemos progresivamente la libertad. La paradoja es elocuente: sintiéndonos soberanos de nuestras decisiones, de la libertad de tomar las decisiones que queramos, finalmente, de hacer lo que se nos plante en gana, avanzamos hacia un estado de meta control con ribetes jamás soñados.

El desarrollo de la pandemia en nuestro país ha sido como un tifón que desestabilizó completamente el castillo de naipes, el entramado socio económico sobre el cual se sustentaba la sociedad chilena. La Administración -el Gobierno- lleva un año ecualizando las decisiones en función de intereses que aparentemente están inspirados en el bien común, en la gente, en el pueblo. ¿Es realmente así? ¿El direccionamiento de las medidas restrictivas, el cierre y apertura de distintos espacios, comunas, sectores comerciales, ha estado inspirado en el bien común, en lo que la comunidad en su conjunto requiere para un mejor devenir?

Entonces pasan los días y el espectáculo es cada vez más dantesco: nos abren un poco la llave y salimos -haciendo uso de nuestra particular forma de entender la libertad- expelidos a comernos el mundo. En algunos casos, la necesidad obliga, ya que una de las cosas que ha quedado de manifiesto es la mínima cobertura y máximo desamparo en que nuestro Estado nos tiene en tanto ciudadanos, por lo tanto, hay que salir a ganarse el pan. En otros casos, muchos, vacío absoluto, soberbia, frivolidad a raudales… y es cómico, ya que sintiéndonos libres de hacer lo que queramos en tanto seres autónomos no nos damos cuenta como avanzamos directo a la muerte, tanto física como espiritual. Es como que caváramos nuestra propia tumba y al hacerlo, ignorantes de esa trágica realidad, sintiéramos una felicidad sin precedentes.

Hoy en la mañana escuchaba a una pareja cantar el estribillo de esa canción que dice “sólo se vive una vez” y pensaba la potencia actual de ese aparente epidérmico mensaje. ¿Qué hacemos, gozamos la vida sin importar los costos? ¿Tratamos de reconstruir nuestra destartalada patria o, como decía Parra, nos conformamos con “solo ser paisaje”?


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