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  • Mauricio Redolés

En Canadá



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La primera vez que caí En Canadá, fue cuando tenía 17 años. Iba en una micro por la Alameda, sentado atrás con un amigo que debe haber tenido 15 años, de nombre Jaime Barba. Como la especie de barbetas que éramos, vimos que detrás de la micro había un furgón de Carabineros, y el Teniente se estaba sacando un moco. No hallamos nada mejor con Jaime, que imitarlo escarbándonos nuestras propias narices. En aquella época, había un semáforo en la esquina de Alameda y San Diego. La micro estaba parada en luz roja, y más rojas eran nuestras orejas cuando vimos que el Teniente se bajó con un Carabinero, le ordenó al micrero abrir la puerta de atrás y se subió, agarrándonos y bajándonos violentamente. Nosotros reclamamos, pero no hubo caso. Nos subieron al furgón de Carabineros, nos llevaron a una Comisaría, y en el furgón estacionado en la calle nos dejaron a lo menos por un par de horas. Nosotros estábamos muy asustados, pensábamos que nos iban a llevar a la Cárcel Pública, ubicada en ese entonces frente al Cuartel General de Investigaciones, en la calle General Mackenna entre Teatinos y Amunátegui. De pronto la puerta del furgón se abrió, estaba de nuevo el Teniente con el Carabinero. Yo dije que era bastante injusto lo que estaba pasando, y me llegó un palo en la cabeza, y por si acaso le llegó otro palo a Jaime Barba, quién insistía en decir que su padre era jubilado del personal civil de Carabineros. Nos hicieron pasar a la Comisaria. El teniente se sentó en el escritorio de la Guardia y nos dijo “Son las diez y media de la noche. A las ocho y media cuando los detuvimos, yo había empezado mi turno a las ocho y media de la mañana, para eso me había levantado a las seis y media de la mañana. Y al verlos a ustedes reírse de mí, que me saco la cresta trabajando, me dio mucha rabia. ¡Ya! ¡Váyanse, que la próxima vez me enojo!” Salimos a la calle con Jaime, estaba oscuro y a una cuadra nos salió un grupo de jóvenes, nos dijeron: ¿Por qué lo’ agarraron los pacos cabros? ¿Andaban choriando? ¿Son lanzas o qué? Dijimos que no. -¡Aaaah, son gileh no mah!-dijeron los cabros. Y éramos giles.

La segunda vez que caí En Canadá fue en julio de 1973. Eran los meses previos al Golpe de Estado. Yo era estudiante de Derecho, sede Valparaíso. Nos habíamos tomado la Universidad. Habíamos un grupo de jóvenes de ambos sexos, todos estudiantes de Derecho, y el Negro Zamora, militante Socialista y estudiante de 3ro o 4to año, había salido con un tarro de pintura café y una brocha y estaba rayando a un costado de la puerta de la Universidad una consigna que decía “Chile será Socialista”. Cuando vimos venir por Avenida Errázuriz una patrulla de Carabineros, y empezaron las típicas instrucciones contradictorias y descoordinadas entre los y las que estábamos allí, cosas como : “¡Déntrensen cabros! ¡Chiquillas déntrensen!, ¡No, no se entren! ¡No estamos haciendo nada, no entren! ¡Éntrate luego!”, yo dudaba, Negro Zamora dudaba, ¿Entrar o no entrar? ¡He ahí la cuestión! En esa duda hamletiana, un paco me puso un fusil en el pecho y me lanzó contra la pared. La misma suerte corrió mi compadre Zamora, militante del partido hermano Socialista, y caímos en cana. Nos subieron al furgón, entre los abucheos de nuestros compañeros que se habían resguardado tras las gruesas puertas de vidrio del edificio de la hoy Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso. En el furgón estuvimos como dos horas. Los pacos hablaban por el radio, “Unidad ZZ llamando a Central, tenemos dos sospechosos, etc, etc”. De pronto se abrió la puerta y estaba un señor abogado de la Universidad de Chile de apellido Tapia rescatándonos. Dicho sea de paso, la próxima vez que vería al abogado Tapia seria 6 meses después, en enero de 1974, en el campo de concentración de Colliguay. Pero eso ocurrió la tercera vez que estuve en Canadá. Nos soltaron, entramos a la Universidad como héroes. Héroes pelotudos, pero héroes al fin y al cabo.

La tercera vez que caí En Canadá fue el 10 de diciembre de 1973 en la puerta de mi pensión en Valparaíso. Subía yo las escalas de la vieja casona ubicada en Pedro Montt, luego de pedir permiso a un pensionista que hablaba con dos señores de terno y lentes negros (pensé que se trataba de cieguitos). Mientras subía la escala, oí que el pensionista me llamaba. Bajé, y el pensionista me dijo, estos señores quieren hablar contigo. El más bajito de los dos (y que después comprobaría que era el que pegaba más fuerte ), me dijo: “Mauricio, somos del Servicio de Inteligencia Naval y necesitamos que nos acompañes por un par de horitas para conversar algunas cosillas”. Ese par de horitas durarían 21 meses y terminaron con una patada en buena parte que me fue a dejar a Inglaterra.

La cuarta vez que caí En Canadá, fue en mi retorno a Chile desde el exilio. Yo había presentado un recurso de amparo, producto de una inexplicable visita de la Central Nacional de Inteligencia a la casa de mi madre en la que me habían retenido e interrogado, amen de robarse 3 maletas con cartas, fotografías y recuerdos de mi madre. La Policía de investigaciones no encontró nada mejor que detenerme a mÍ para someterme a un breve interrogatorio con la vista vendada y con múltiples amenazas de tortura y muerte, y amenazas también de ir a buscar a mi pareja para maltratarla, que duró más de siete horas en los fríos calabozos de la Brigada de Homicidios. Con la vista vendada, uno no solo pierde la noción del espacio, sino que pierde también la noción del tiempo, y más se pierde la noción del tiempo cuando existen prolongados silencios, como ocurrió en múltiples ocasiones aquella vez. Yo pensaba que llevaba catorce o más horas preso cuando me soltaron y pude salir a General Mackenna con Teatinos. Aún había sol y yo pensé que era el día siguiente

La quinta vez que caí En Canadá, yo me había tomado muchos tequilas en el “Valparaíso Eterno” mientras daba un recital. A la tarde siguiente desperté aún mareado y continúe bebiendo. Bajo los efectos del alcohol subí a un bus interurbano destino a Santiago. En el primer asiento iba sentada una Carabinera muy guapa, como se dice hoy día en Chile. Después comprobaría que era guapa, como se dice hoy día en Chile y como se decía antes en Chile. Es decir, era buenamoza, pero también era seria y enérgica. Yo partí metiendo las patas. La miré y le dije: “Tengo muy mala suerte” -¿Por qué?-me preguntó ella. -Bueno- respondí -Tengo el asiento numero 18 y no el asiento número 4. En otras palabras, tendré que irme atrás sentado con quizás quien, y no al lado de un hermosa Carabinera. La Teniente dijo -Vaya a sentarse y no moleste más. Me senté y me quedé dormido, cuando desperté iba sentada al lado mío una anciana que me miró y dijo “Usted va borracho”, la miré y le dije “Si, voy borracho, y se me va a pasar, y usted tiene un problema que no se le va a pasar. Es mal genio y amargada”, la señora gritó -¡Este hombre va borracho!. Entonces la Teniente se acordó de mÍ y gritó -¡Cabo García, detenga inmediatamente a ese individuo! Se levantó de inmediato un tipo de civil de aspecto simiesco, musculoso y de corta estatura. Me esposó y me bajó del bus llevándome a una comisaría a la salida de Valparaíso. Grité, reclamé. El Teniente a cargo de la comisaría mandó a unas jóvenes mujeres que según me enteré estaban detenidas por ejercer comercio sexual en la vía pública, las cuales me bañaron en escupos y gargajos, yo seguí reclamando. Hubo cambio de guardia, el nuevo teniente que llegó, se apiadó de mi y me dejó libre. Bajé del cerro, llegué a la Avenida Argentina, venía un bus que iba saliendo de Valparaíso, en el parabrisas traía un cartel que decía: Santiago. “Back to square one”, como dicen los ingleses. O sea “Vuelta a cuadro uno”.

La quinta -y espero que última- vez que caí en Canadá fue en Antofa hace una punta de años atrás. Me invitaron de un bar a dar un recital. La dueña preparaba unos Margaritas deliciosos. Había una trigueña que se reía mucho, y mucha gente me decía que YO era lindo. De pronto no había más margaritas, la trigueña se había esfumado y nadie más me decía que era lindo. Ví que el último garzón del bar ponía el candado final a la cortina metálica. Comprobé con horror que el bar lo estaban cerrando y aún había una botella de tequila en las manos de la dueña del bar. Y la botella me miraba. Consideré que lo más sensato era proponerle a la dueña del bar y al garzón irnos de una buena vez a mi habitación de la modesta residencial “Esmeralda” donde todes de a poco sucumbimos como si fuéramos unos Arturos o Artura Prat, no saltando a la cubierta del Huáscar, sino saltando a la cubierta del tequila, y como en una canción del Juaco Sabina nos daban las dos y las tres y las cuatro y vamos conversando, riéndonos, y las cinco y las seis, saqué la guitarra para hacer una “Nutrias en Abril”, y nos dieron las siete y las ocho y las nueve, y apareció la dueña de la pensión con cinco sanguches de chuchás fresquitas y ¡Yo le arrendé la habitación a UNA persona y VEO a dos hombres y una mujer! y de ahí a los pacos había un trayecto demasiado corto. Perdí el avión. Al salir del calabozo a la calle me compré un barquillo de helado de lúcuma. ¿Qué tiene que ver el barquillo de helado de lúcuma?- dirán ustedes. Bueno, el barquillo de helado de lúcuma es LA LIBERTAD.

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