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  • Angélica Benavides

Mis vivencias sobre la libertad


Por Angelica Benavides.


Me pidieron que pensara y escribiera sobre este gran tema que, según la filosofía, es parte de nuestra condición humana, porque tiene que ver con libertad de acción, de pensamiento, de elección, sin imposiciones ni impedimentos, ser libre es hacer lo que una quiere, siendo el único límite la libertad del otra u otra. Tengo recuerdos, y mis hermanas y hermanos mayores, me han dicho que desde pequeña discutí y nunca me callé cuando consideraba que perdía formas de ser o sentía que me quitaban este piso de libertad, de cosas y situaciones que yo quería hacer, jugar en lo que consideraba que la pasaba bien, y que no eran juegos considerados para niñas -estoy rememorando finales mediados y finales siglo XX.

Poco a poco me fui dando cuenta las diferencias de libertad que tenían los niños y niñas y eso era algo que me enojaba mucho. Lo mismo cuando fui más grandecita y entré a estudiar al Instituto Superior de Comercio, a la hora de decidir qué carrera elegir, y la indignación fue tal que no pude entrar porque me faltó una décima y el profe que dijo que las mujeres no podíamos estudiar contabilidad… entré al nocturno a terminar esa carrera y en el diurno secretariado. En septiembre 1973 me enfrenté, bruscamente, a perder la libertad, encerrada e incomunicada casi mes y medio, y luego casi cuatro en la cárcel de mujeres … ¡¡pero si tengo recuerdos de haberme hecho el propósito que no me doblegarían, no me verían llorar ni manifestar debilidad!! Tuve una libertad en un espacio reducido, en donde cuando ellos querían nos invadían, allanando nuestras pertenencias y nuestros cuerpos.

Cuando digo que tuve una libertad era en un espacio reducido; junto a miles de otras compañeras, logramos ser libre en lo que planificábamos, en nuestras organizaciones, haciendo aquellas cosas que más nos retroalimentaban, teatro, música, tejidos, huerta, etc.

No nos quitaron nuestros sueños y la capacidad de construir y reconstruir utopías y sueños del futuro; por tanto, fue la libertad de no perder ni quedarnos en ese encierro, sino construir lo que haríamos al salir, extender las alas y aprender a volar lejos. Pero también aterrizando en el ahora, en el momento en que cada una vivía su propia realidad. Durante ese mes y medio de incomunicación, mi familia solicitó y consiguió que me llevaran la comida. Ahí recibí las primeras señales de creatividad e iniciativa, me escribían en un pequeño papel, colocado al interior del pan, que estaban bien, que no me preocupara, en fin, muestras de amor. Durante el encierro no me permitían recibir diarios ni revistas del momento, sólo algunas antiguas y en ellas mi hermana, en las páginas oscuras, me enviaba mensajes.

Tengo recuerdos de sentarme, en una de las rejas que daban al patio, cuando se iba cada año y ahí pensaba en que había pasado uno, dos…tres años y medio…y aunque no recuerdo haberme pensado con pérdida de la libertad, lo que es seguro es que sí perdí la libertad de movimiento, de ir donde yo quería, pero no la libertad de mi condición humana, de pensamiento. Aunque de acción estaba limitada, dentro de todas las limitaciones, seguí haciendo lo que yo me propuse y quería, que no me avasallaran, que no me doblegaran.

La represión de la cárcel eran las rejas y los cerrojos, las horas de levantarse, el bañarse con agua fría en invierno y verano, la hora del encierro, no leer periódicos del momento, el aprender a perder el miedo a la hora de temblores durante las noches y no poder salir, por los candados y cerrojos, y todo eso, claro, fueron pérdidas de la libertad de decidir qué hacer ante esas situaciones. Indudablemente también hubo vivencias de pérdidas irrecuperables, el dolor desgarrador ante la muerte de mi compañero, situaciones y pérdidas vitales que me marcaron la vida entera. Pero nunca sentí que me cortaron las alas, tuve consciencia siempre del ejercicio de mi libertad personal.

En marzo del 74 fui trasladada a la cárcel de Santiago, la cárcel de mi ciudad era para condenas menores, hasta cinco años y un día, no para condenas tan altas, 20 años, como la mía. En ese caminar de cárcel y exilio, me vi obligada a repensar objetivos, vínculos, sentidos y nuevos proyectos de vida. Mi aprendizaje fue enfrentar esas situaciones: cárcel y exilio. Puedo decir que reedifiqué una identidad personal y, por tanto, al compartir con otras en similares situaciones, se fue haciendo colectiva.

Éramos alrededor de 150 mujeres. El grupo fue contenedor, nos organizamos y empezamos las primeras luchas por conseguir mejores condiciones y por ejercer el derecho otorgado por acuerdos internacionales, al ser prisioneras de guerra, como nos llamaba la junta militar, y prisioneras políticas. La mayoría éramos jóvenes, promedio de edad 23 años, también había mujeres mayores. Mujeres venidas desde ámbitos universitarios, profesionales, estudiantes colegios, trabajadoras, pobladoras, campesinas, todas de distintas tendencias políticas.

La organización ante esa vivencia fue fluyendo, la idea era tener una sensación de control sobre nuestra propia vida y me pregunto, ¿era parte del ejercicio de la libertad de cada una? Primero, era pelear por que nos dejaran cocinar nuestros propios alimentos; luego organizarnos para la preparación, limpieza de espacios, y en fin -respecto lo que en esos momentos constituía nuestra “estadía” temporal- el intentar procurarnos las mejores condiciones. En mi caso, la rutina era además hacer gimnasia todos los días del año, menos el domingo, cantar, tocar guitarra, escribir, construir planes con mis amigas, todas aquellas cosas que hacían bien para el alma. También nos permitíamos llorar, estar tristes, silenciosas… Yo seguía pensando que no estaríamos mucho tiempo, que no estaría los 20 años. El canto, el teatro, la música fueron nuestras compañías. Las veladas constituyeron un bálsamo para nuestros sentires.

El año nuevo, era el que me marcaba el transcurso del tiempo. Intentaba no pensar en él y creo que no nos regíamos por eventos: cumpleaños, navidades, año nuevo. Nuestra atención siempre estaba en las visitas, martes y sábado de cada semana. En mi caso, mi familia sólo podía venir una vez al mes y cuando la situación se hizo más crítica, cada dos meses. Organizaciones de Derechos Humanos le pagaban el pasaje a mi madre, quien era la que siempre me visitaba.

Luego de esos tres años y medio, me cambian cárcel por exilio. Seguía siendo castigo, no podía vivir en mi país, tuve que ir a otro que no era el mío, otra cultura, otra lengua, otras costumbres, ¿era libertad? Llegué a pensar que estuve mejor en la cárcel: fue, como lo dijo un obispo “muerte en vida”. Es cierto, en el exilio tuve la libertad, era libre, pero en un lugar desconocido, otra cultura, otro idioma, no estaba mi familia… pensé muchas veces y me preguntaba ¿“estoy libre”? Durante dos o tres meses me inquietaba cuando se acercaba la hora del “encierro”, seis o siete de la tarde, y volvía al lugar donde nos alojaban en el exilio. Aunque cuando llegaba me daba cuenta de que no era la cárcel, que ya estaba libre.

A partir de estas experiencias, sigo pensando que la libertad es parte de todas y todos, que somos nosotras mismas, que nos vamos colocando límites y barreras que no nos permiten ejercer este derecho. Se ve fácil, ¿cierto? O se dice simple, pero esto va más allá: estamos insertas en un mundo de limitaciones, y bueno, sobre nosotras, las mujeres, estas limitaciones se ejercen con mayor fuerza, desde el ámbito cultural, social y familiar.

Puedo volver a reafirmar que no perdí la libertad durante el encierro y el exilio, logré potenciarme, estudiar, trabajar, criar, seguí teniendo y construyendo sueños y utopías y, luego de medio siglo, sigo en ello, creciendo en libertad y entregando ésta a mi familia, hija, hijo y nietas.

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