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Rubios Pobres, nombres gringos. (Talcahuano, 30 años atrás...)/arnolfo cid

  • Arnolfo Cid
  • 17 jul
  • 4 Min. de lectura
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            Nuevamente nos formaron en el patio a la salida de clases.  Esto se está haciendo costumbre, decía el Negro, pudiesen cambiar el menú al menos. Efectivamente iban a regalar por tercer día consecutivo cajas de uvas a los cabros chicos de la Escuela Superior de Niños del Arenal. Lo cierto era que de un momento a otro toda la ciudad se vio bombardeada de uvas. Uvas extrañas, grandes como el tamaño de las nueces. Y ni siquiera los cabros chicos podían escupirse las pepas como de costumbre. Eran uvas gigantes, sin pepas. Según la teoría del Negro, las habían traído los Zentraedis que ya llevaban un mes en el puerto. Mauricio Berna, el único niño negro que vivía en el puerto, era una cinta de VHS llena de conspiraciones oscuras. “Pásate la

película” era común decirle. Según el Negro, los gigantes militares Zentraedis habían llegado este año en sus cruceros al puerto con un plan macabro para extinguir a los hijos rubios de los micronianos que habitaban Talcahuano. Las uvas sin pepas que regalaban por todos lados, estaban contaminadas con una especie de veneno que solo en los pendejos rubios generaba efecto. Y el efecto  les hacía botar una bilis blanca, en tal cantidad que en un momento, ya no les permitía respirar. Definitivamente era una estupidez, pero al escuchar cómo comentaba toda su mierda conspiranoica una duda sin sentido se instalaba en nosotros. Sobre todo, porque el Wilson Wichimoco y el Jhon Jerez, eran rubios, pero no los típicos rucios, esos de pelo trigueño que se destacan  entre las niñas. Estos eran completamente rubios, como el color del pichí, y sus ojos azulados eran iguales a los de vaqueros del Dólar Marcado. Sin duda Wichimoco tenía miedo: no había comido ninguna uva, pues según él desde muy pequeño le causaban  diarrea. A nosotros nos generaba diarrea verlo constantemente volver a colocar al interior de su nariz el moco verde que colgaba  y que jamás caía, y  mágicamente cual yoyo,  volvía a la nariz de Wichimoco. En cambio el Jerez parecía tener instinto suicida o de ninguna manera creía en el rumor que se extendía en todo el puerto. Nunca había comido tanta fruta en su vida. De hecho era el único que llevaba la caja que nos dieron esa jornada, para llevarla a la casa. Nosotros la habíamos dejado botada en la calle, tal como  mucha gente que ya no quería recibir la uva,  ya sea por miedo o por el mosquerío que causaba en las casas. Como sea, los tres amigos ayudaron a  Jerez a llevar sus 15 kilos de uva  hasta su casa. Todos estaban muy apurados para llegar a sacarse el uniforme y emprender el rumbo al centro. Era el último día en que podían abordar a los gigantes zentraedis,   estirar prestos la mano y pedirles money,  la primera palabra gringa que aprendía un niño desde hace décadas, desde que año tras año visitaban Talcahuano los marines norteamericanos y sus barcos. La armada gringa hacía en varias ciudades puerto del país, ejercicios navales con la marina chilena. Talcahuano, Iquique y Valparaíso eran tomadas por verdaderos gigantes que se adueñaban de las ciudades. Y  Talcahuano llevaba ya un mes transformado en un gran burdel. Prostitutas de todos los lugares del país recalaban en los puertos al mismo tiempo que los gigantescos buques anclaban cerca de la bahía de Concepción. Así, el ritual de estirar la mano y pronunciar “money”  estaba ya instalado en los niños del puerto  desde antes que nacieran. Sin embargo  los más grandes conocían al menos otras palabras, street prostitute, brothel, etc. Era el último día en que los zentraedis podían verse en el puerto, orinando en la calle, peleando, botando dólares y centavos, algunos enamorándose y la mayoría llenando la enorme cantidad de night clubs y puteríos que existían en el puerto. Nadie, excepto mujeres y niños podían acercarse a ellos. La policía vigilaba el horrendo espectáculo que protagonizaban. Muchos pacos eran golpeados y humillados por los marines: inmunidad diplomática era otra palabra que manejaba la gente del puerto. El día del zarpe, la despedida de los invasores alienígenas, la banda de guerra de los marines brindaba un concierto a la comunidad en la plaza de armas de la ciudad. La población en masa se aglutinaba alrededor del panteón a despedir a los gigantes. Mujeres con niños en brazos lloraban, alguna se desmayaban. Abuelas, abuelos,  gente sin más, aplaudían y agitaban banderitas chilenas de papel, eufóricos con cada canción que se interpretaba. Ese último día no fue provechoso para el negro y sus rubios amigos. Los pacos no permitían acercarse a aquellos gigantes ebrios  que gritaban con su lenguaje raro. El negro estaba callado, nunca lo habíamos visto guardar silencio por más de un minuto: no era para menos, todos vimos ese atardecer, en la esquina del mercado, a su hermana xime, sostener con su boca la pichula de un gigante oscuro que con su mano le agarraba el pelo.

           

            Esa noche, Wichimoco, Jhon Jerez, el Negro y yo planeamos paso a paso nuestro ataque. El domingo de despedida, con nuestra mejor ropa, peinados con jugo de limón, tomamos nuestras mochilas y nos dirigimos al concierto de despedida. Los Zentraedis vestían de blanco como un  muñeco de malvavisco. Vimos a nuestras madres y vecinas, corear canciones en inglés. Vimos a nuestras madres y vecinas llorar. El marine cantante comenzaba a cantar la canción de despedida. Todos coreaban New York New York. Y  entonces, ese domingo en la primavera de 1989, cuatro niños atacaron con uva de racimo envenenada a la armada más poderosa del mundo.

 
 
 

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